Con ocasión de su reciente Congreso sobre ¿Conciencia sin derechos?, que tuvo lugar en Roma el pasado 21 de octubre en el Aula del Palacio de los Grupos Parlamentarios, el cardenal secretario de Estado, Pietro Parolin, envió al un denso mensaje centrado en el tema del congreso, es decir, la conciencia.

Vale la pena considerar y valorar las observaciones del cardenal, porque captan profundamente tanto las dificultades actuales en la idea de conciencia como los caminos para salir de la ciénaga contradictoria de una conciencia que es fuente absoluta de derechos, pero que precisamente por eso acaba perdiendo todo derecho.

En efecto, si toda conciencia tiene derecho a todo, hasta el punto de poder establecer por sí misma qué es justo y qué es injusto, entonces es posible sostener que la conciencia no tiene derecho a nada, siempre que ese principio se exprese en conciencia. Si el criterio no es el contenido de la verdad, sino la mera expresión de un acto de conciencia, entonces es posible sostener en conciencia que sobre éste o aquel punto no se admite la objeción de conciencia. Eso es, precisamente, la conciencia sin derechos.
 
El cardenal Parolin hace referencia a una conciencia que se funda sobre una "visión estructurada y axiológica de la persona humana" y a otra que, en cambio, hace referencia a una visión "mucho más fluida, por no decir incluso líquida, de un hombre desarraigado, sin puntos de referencia firmes, según una idea malentendida de libertad". En un régimen de conciencia líquida, cada conciencia es un absoluto y, por consiguiente, se abre el conflicto de las conciencias. Al ser cada conciencia coherente solo consigo misma, el único criterio para dirimir el conflicto entre las conciencias será la fuerza. Así, es cada vez más frecuente que las legislaciones no contemplen el derecho a la objeción de conciencia respecto a "los nuevos derechos".

¿Cómo es posible -nos preguntamos entonces- que en un régimen de conciencia líquida, en el que la conciencia puede decidirlo todo, se prohíba remitirse a la propia conciencia en forma de objeción? La razón es que se prohíbe creer, en conciencia, que la conciencia pueda decidirlo todo. Se admite que la conciencia pueda decidirlo todo... menos una cosa: que la conciencia decida que decidir sobre todo está mal. Quien sostenga que hay algo que precede a la conciencia y la limita, es forzado a aceptar el principio según el cual la conciencia no tiene límites. De este modo, el Estado y la ley imponen a la conciencia que acepte que nada debe ser impuesto a la conciencia. Obsérvese la anomalía, que no es sólo aparente: se impone el no tolerar imposiciones. Aquí está toda la contradicción: se dice que nada debe ser impuesto a la conciencia, pero después se impone este principio de manera absoluta y dogmática.
 
El secretario de Estado enumera los "límites" de la conciencia de los que -siempre según la nueva ideología- nos deberíamos liberar, y vincula este discurso con las concepciones distorsionadas de la libertad. Los límites serían "la naturaleza, la ética, la religión y la propia cultura humanista". La referencia explícita va dirigida a las nuevas corrientes ideológicas que quieren confiar al juicio de la conciencia la propia naturaleza de la persona, su identidad sexuada, qué se entiende por relaciones familiares o el significado de la procreación. La nueva ideología quiere obligar a liberarse de estos "límites".

Obsérvese aquí la misma contradicción indicada anteriormente: la obligación de la libertad. La libertad puede liberarse de todo, pero no puede liberarse de la idea de liberarse de todo. Está prohibido sostener que la libertad tiene límites, algo verdaderamente necesario para que la libertad pueda tener un sentido. Y, efectivamente, asistimos a la tendencia de imponer una libertad desprovista de sentido: en efecto, una libertad impuesta por el poder sólo puede ser eso.
 
Es evidente que tal concepto de la conciencia y de la libertad produce, por un parte, disgregación e individualismo y, por otra, una imposición del poder político. Es la vieja historia de lo privado y lo público. Ámbitos de gran relevancia pública como la vida, la familia o la procreación son privatizados y entregados a una conciencia totalmente libre; pero, al mismo tiempo, esto se hace con una fuerte imposición política, es decir, con la prohibición de orientar la conciencia según "la naturaleza, la ética, la religión o la propia cultura humanista", retomando las expresiones del cardenal. No creo que se estén teniendo en cuenta suficientemente estas consecuencias netamente políticas del tema de la conciencia.
 
El cardenal Parolin concluye su mensaje al Centro de Estudios Livatino con dos observaciones: una concierne a la importancia de la conciencia en la visión cristiana y la otra a su formación. Aporta así puntos de partida para abrir nuevos caminos a la verdadera libertad de conciencia.

La conciencia es, ante todo, el yo consciente, es decir, capaz de mirar, además de las cosas, también dentro de uno mismo. La conciencia así entendida recuerda al alma personal, la espiritualidad de la persona, que es capaz de valorar y juzgar las situaciones de la vida, las cuales, respecto a ella, son todas contingentes. A este nivel se necesita una cultura filosófica y teológica que vuelva sobre el tema del alma.

En segundo lugar, la conciencia es la capacidad de la razón práctica para orientar la acción en base al bien y al mal. Aquí es necesario recordar que, del mismo modo que la razón teórica intuye inmediatamente los primeros principios del razonamiento, así la razón práctica intuye los primeros principios de la moral, es decir, su regla áurea: hacer el bien y evitar el mal, y sus primerísimas aplicaciones. Creo que también hay que volver a descubrir esta facultad de la conciencia. Necesitamos, hoy, volver a reconocer que todos los hombres, más allá de sus diversidades culturales o religiosas, son capaces de reconocer algunos elementos comunes a todos tanto a nivel teórico como a nivel práctico. Hemos insistido demasiado acerca de las diversidades; necesitamos recuperar lo que nos acomuna para arrinconar las derivas centrífugas en el concepto de conciencia y de su libertad.
 
Ésa es precisamente la importancia de la invitación del cardenal Parolin para volver a formar las conciencias. La nueva ideología de la conciencia como fuente de lo justo y lo injusto piensa que no necesita ser formada. Para formarla, el impulso tendría que partir de principios distintos a la propia conciencia, y esto es precisamente lo que esta ideología rechaza. Una conciencia que es ella misma fuente de verdad no necesita ser formada en la verdad, pues ya conoce su única verdad: es decir, la autodeterminación, que, por desgracia, a menudo es hoy el único criterio que guía la conciencia del hombre postmoderno, incluso ante elecciones de crucial importancia para la persona y la comunidad.

El punto de partida para volver a formar la conciencia es reconocer que una conciencia abandonada a sí misma se convierte en una cárcel. El hombre se ve impedido para salir de sí mismo. Cuando el poder obliga a que cada uno siga sólo su propia conciencia, nos está obligando a ser un esclavo satisfecho. Para ello, como he dicho antes, deberá sin embargo obligar con la fuerza, porque la verdadera libertad del hombre lo impulsa, de manera natural, a salir de sí mismo para encontrar la realidad y, en la realidad, a los demás hombres. La formación de la conciencia es, por lo tanto, construcción de la comunidad, mientras que abandonar –u obligar– a la conciencia a que siga sólo "sus propios deseos" significa atomizar la comunidad en diversos puntos desprovistos de relación entre sí.

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