La palabra “miserable” en su acepción moral nos llena de conmoción, cuando no ahondamos en la posibilidad de que pueda haber algo mucho peor: por ejemplo, llamar a los cuervos para que se den el festín ante las miserias ajenas, por nimias que fueren. Los malvados encargados de miserabilizar las miserias no se compadecen del prójimo, sino que agigantan y deforman sus faltas con lágrimas de cocodrilo. El método no consiste en ver la paja en el ojo ajeno y obviar la viga en el propio -eso sería una crueldad bisoña-, consiste en convertir la paja del ojo ajeno en viga. Así son los pecados del alma, a menudo más capitales que los que nos ha tocado en suerte cometer por nuestra debilidad antropológica.

Así fue el episodio de execración a la Madre Teresa de Calcuta. Bastaron un par de publicaciones y un puñado de testimonios para intentar demonizar toda una vida de entrega a los demás y de amor a Jesucristo. El trío miserabilista para la ocasión lo formaron Christopher Hitchens, Michael Parenti y el médico hindú Aroup Chatterjee, todos con un denominador común en el currículum: izquierdismo de jaez anticlerical. La oportunidad de tirar abajo un bastión del misionado católico no se podía dejar escapar, más aún después de haber sacado los colores al mundo entero cuando al recibir el Premio Nobel de la Paz en 1979 dejó bien claro que el aborto era una barbarie.

Semejante patada en el trasero a la comunidad internacional no se la iban a perdonar. Como tampoco le iban a perdonar que dijera que el sufrimiento de sus amados pobres y enfermos era un ejemplo para el mundo. Detrás de eso había otra patada en el trasero: la de la Cruz de Cristo a los materialistas de la moral.

Los materialistas no se molestan en observar que precisamente los hechos y el entorno pueden llegar a evidenciar sus montajes. Paradójicamente, así funcionan los pecados del alma, mucho más fáciles de detectar que los de la materia: para que luego digan los profetas del materialismo que no se puede creer en aquello que no se ve, o que lo que no se ve no existe.

De las deudas de la Madre Teresa ya se habrá encargado la justicia divina, en lugar de la filfa justiciera que quiso convertir la paja en viga. Detrás de ese tipo de tinglados siempre hay un trasfondo filosófico. En este caso, el dudoso honor le corresponde al materialismo dialéctico, que tanto ha negado al ser humano su espiritualidad. Sus epígonos vendieron la piel del oso antes de cazarlo, creyeron haber ganado su particular batalla contra la religión, en especial contra el cristianismo, pero los medios no determinan el fin si en éste no se encuentra la verdad. Éste es el gran problema del (valga la expresión) moralmaterialismo.

Nunca fue cosa de la materia juzgar las tareas del espíritu. El materialismo moral o moralmaterialismo, heredero del materialismo dialéctico, se atreve a juzgar algo en lo que no cree y apenas conoce: las deliberaciones del espíritu. Como no podía ser de otra manera, su juicio resulta un fracaso. El hombre moderno, actual, portador de ese materialismo de corte moral, observa la Cruz como una tragedia... y esa es precisamente su tragedia.