Una de las palabras que se escuchan con más frecuencia en el lenguaje público y político es «tolerancia». En verdad estamos muy necesitados de ella. Se trata de una exigencia básica para las relaciones humanas.

Necesitamos vivir en la tolerancia, entendida ésta como obligado respeto a la conciencia y a las convicciones ajenas; la necesitamos como base firme para una convivencia en libertad. El derecho a la libertad de conciencia del que es inseparable el derecho a la libertad religiosa está en la base de cualquier derecho que se refiera a la libertad; por eso mismo está por encima y antecede al derecho a la libertad de expresión, que tiene sus límites: uno de estos límites es el derecho a la libertad de conciencia y religiosa. Necesitamos la tolerancia en un mundo intolerante, abundante, por desgracia, en rechazos por doquier. Desearía que no se hiciese de la «tolerancia» una palabra manida, un «slogan», desearía que hablásemos poco de tolerancia y que, sin embargo, fuésemos en la realidad muy respetuosos unos de otros, de la conciencia y de las convicciones religiosas de los otros. Esto requiere un largo aprendizaje. Un aprendizaje que no es ajeno al reconocimiento de la verdad. Cuando la tolerancia se entiende como indiferencia relativista que cotiza a la baja todo asomo de convicción personal o colectiva, o cuando domina la persuasión de que no hay verdades absolutas, de que toda verdad es contingente y revisable y de que toda certeza es síntoma de inmadurez y dogmatismo, o cuando se establece una libertad omnímoda como criterio y medida para la expresión, por ejemplo, cuando se estima que tampoco hay valores que merezcan adhesión incondicional y permanente entonces es muy difícil que se construya una sociedad tolerante.

Estimo que uno de los enemigos más fuertes y más difíciles para una sociedad tolerante es el relativismo y el desplome ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo ético como una condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de las consideradas objetivas y vinculantes, o las convicciones religiosas llevarían al autoritarismo y a la intolerancia (Juan Pablo II). Pero cuando faltan estas normas morales, objetivas y vinculantes para todos, por ejemplo en
lo concerniente al respeto a la vida o a la conciencia personal o a las convicciones religiosas, todos somos testigos de las graves consecuencias que se originan.

«Es cierto, como señaló Juan Pablo II en su Encíclica sobre la vida, que en la historia ha habido casos en los que se han cometido crímenes en nombre de la ‘verdad’. Pero crímenes no menos graves y radicales negaciones de la libertad se siguen cometiendo también en nombre del ‘relativismo ético’. Si por una trágica ofuscación de la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner en duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático –basado en el respeto y la tolerancia– se tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y contrapuestos (EV 70)». Una sociedad tolerante se asienta sobre la verdad que nos hace libres y sobre la base del respeto a las personas con el derecho sagrado a su conciencia. Una sociedad que destruya o disminuya la libertad, asentada en la verdad, va de camino hacia la intolerancia. Por ello, si queremos ser libres y construir una sociedad tolerante, busquemos y sirvamos a la verdad. La Iglesia se presenta en el mundo servidora de una verdad sobre el hombre y de una vida que ha encontrado en Jesucristo.

Ella sabe que esta verdad es vida en libertad y en comunión, en mano tendida, en acercamiento al extraño que yace malherido y despojado por otros, arrinconado y marginado, porque la libertad sólo nace del amor, y porque la única razón de ser de la libertad es hacer posible la comunión y el amor, el servicio respetuoso y atención sanante a todo hombre que es próximo a cada uno. Se trata de una libertad para buscar y adherirse a la verdad y al bien, para la comprensión y el respeto, para la longanimidad y el diálogo, para el amor y la misericordia. Para el cristiano ser tolerante no debiera ser un añadido, pertenece a su misma entraña. Porque el cristiano es hombre de comunión, de diálogo, de encuentro; porque ha nacido del amor, de la comunión, del diálogo y del encuentro de Dios con el hombre en su Hijo Jesucristo.

La tolerancia tan cercana y tan dentro de la comunión es posible si cada uno respeta la dignidad personal y humana de los demás, a cuya dignidad corresponde la sacralizad de su conciencia. La comunión y la tolerancia no existen cuando la colectividad se impone a los hombres; la tolerancia no es real si coexisten unos junto a otros con indiferencia y sólo buscan sus propias ventajas e intereses. La verdadera tolerancia tiende de suyo a la comunión, y sólo surge cuando uno percibe la dignidad inrobable del prójimo y la diversidad como riquezas, cuando le reconoce al prójimo la misma dignidad sin uniformidad que a uno mismo y está dispuesto a comunicarle sus propias capacidades y dones. Esto es lo que he visto y contemplado en Jesucristo, esto es lo que he aprendido en la Iglesia y de su historia, esto es lo que ahora lo ofrezco con gozo y sencillez a todos como aportación al diálogo, al respeto, a la comunicación y a la reconciliación.
 
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