Cuando supe que ya había expirado sobre el madero, decidí subir al Gólgota, para visitarlo por última vez. Volvía a hacerlo de noche, como siempre lo había hecho hasta entonces, aprovechando que mis colegas del Sanedrín ya se habían retirado y mis hermanos fariseos dormían, aprovechando que de noche todos los gatos son pardos.

Por elegir siempre la clandestinidad de la noche para visitar a Jesús algunos me llamaban con desdén el discípulo tibio. A Jesús lo quise y admiré mucho, pero no hasta el extremo de confesar mi amor y admiración en público, no hasta el extremo de poner en riesgo mi posición, no hasta el extremo de vencer los respetos humanos y abandonar las cautelas. Siempre he sido hombre que abomina de exageraciones y desafueros; siempre me han causado disgusto y escándalo quienes se expresan con demasiado ardor y crudeza. Y, en honor a la verdad, me habían incomodado las filípicas vehementes que Jesús lanzaba contra mis hermanos fariseos; o el denuedo un tanto energúmeno que empleó al expulsar a los mercaderes del templo. Aunque su predicación me parecía siempre sugestiva, mi temple moderado se horrorizaba ante sus afirmaciones netas que me obligaban a tomar partido, abandonando las expresiones brumosas o ambiguas que me permitían ser aceptado y aplaudido por todos.

Para no mancharme las manos con la sangre de Jesús evité presentarme en la sesión del Sanedrín que lo juzgó y me encerré en casa, donde en secreto exhalé gemidos desgarrados, convencido de que así no estaba haciendo el juego a sus asesinos, convencido de que abstenerme de intervenir no equivale a consentir. Cuando supe que Jesús ya había expirado en el Gólgota, corrí dispuesto a expiar mi culpa. Por suerte, era otra de vez de noche; y, para entonces, mis colegas del Sanedrín y mis hermanos fariseos ya no podían censurarme, pues los muertos ya no molestan a nadie. Y, participando en el entierro de Jesús, podía además amansar mis remordimientos. Me hice acompañar por un criado, al que cargué con cien libras de mirra y áloe.

Cuando llegué al Gólgota me tropecé con José de Arimatea, que trataba en vano de desclavar los pies de Jesús del madero. Corrí a ayudarlo, tirando con ambas manos del clavo chorreante de sangre, sin atreverme a mirar el rostro de Jesús, por miedo a encontrarme con un rictus de reproche. Cabizbajo, ayudé a poner su cuerpo en los brazos de su madre doliente; y luego ayudé a cargar con él, mientras nos encaminábamos todos a un huerto próximo, donde había una cueva destinada para sepultura de Jesús. Mientras las mujeres limpiaban sus llagas y lo embalsamaban con las cien libras de mirra y áloe que yo había hecho cargar a mi criado miré mis manos, todavía tintas en la sangre de los pies de Jesús, y me las llevé a la cara irreflexivamente. Sentí entonces el contacto de aquella sangre en mi rostro como un agua lustral que lavaba mi cobardía y me obligaba a nacer de nuevo. Y entonces la cabeza se me llenó de un viento que no sabía de dónde venía ni adónde iba; y me di cuenta de que tenía que hablar de lo que sabía, que tenía que testimoniar lo que había visto, que tenía que abandonar mis prevenciones y gritar en los terrados lo que Jesús me había contado en un susurro, cuando lo visitaba de noche, por miedo a los judíos. Aquella sangre me ardía en el rostro, me infundía valor para erguirme y humildad para arrodillarme, me obligaba a abandonar las cautelas y los respetos humanos, las expresiones brumosas o ambiguas que me permitían ser aceptado y aplaudido de todos. Y estaba dispuesto a hacerlo a plena luz del sol, sin esconderme nunca más de nadie.

Publicado en ABC.