La primera vuelta de las presidenciales francesas debe haber dejado un regusto amargo en los cuarteles generales de los grandes partidos. En todos menos en el del Frente Nacional de Marine Le Pen, que con su 18% de votantes se ha convertido en el árbitro aparente de cualquier solución. Y digo "aparente" porque Le Pen no es propietaria de esos votos, nacidos en su mayor parte del malestar y de la protesta. Es imprevisible cómo vaya a comportarse ese magma social a la hora de elegir entre la vituperada derecha liberal y la socialdemocracia.

La sociología del FN es ciertamente curiosa. Aglutina al proletariado descontento con el Partido Comunista (prácticamente desaparecido), una amplia franja juvenil desencantada al ver decrecer sus expectativas y a una galaxia de grupúsculos tradicionalistas que veneran la Francia eterna de Juan de Arco y discuten el concepto de libertad religiosa acuñado por el Concilio. Ingredientes demasiado contrapuestos como para realizar un edificio armónico. Y eso que Marine Le Pen ha depurado sus filas de los elementos descaradamente pro-nazis que ululaban en su entorno. En todo caso, y más allá de cierta mitología simbólica, el cemento de estos ingredientes no es otro que la zozobra ante el futuro y el resentimiento frente a una sociedad y una realidad política que no responden ni al deseo de seguridad-prosperidad ni a la necesidad de una hipótesis cultural compartida.

El relativismo cultivado, sembrado y promovido por una casta intelectual que se recicla desde el 68, difundido por los grandes medios de comunicación, y acariciado por buena parte de la clase política, ofrece ahora estos frutos amargos. Resulta amargamente irónico que 40 años después de aquella marejada revolucionaria, los jóvenes y los obreros sean el mascarón de proa de la extrema derecha en Francia. Si Sartre levantara la cabeza... Pero tiene su lógica: el paso del relativismo al populismo autoritario es natural, ya que la gente no puede vivir sin certezas sobre las grandes cuestiones que le urgen en su vida. Y si no encuentra respuestas válidas se echa en manos de los ídolos.

De nada sirve demonizar a esta masa confusa de electores dispuesta a arramblar con el sistema, como tampoco tiene sentido coquetear con sus fórmulas demagógicas y autoritarias. No se trata ni de amansar a la fiera ni de expulsar de la sociedad a quienes son fruto de sus debilidades y contradicciones. La cuestión no se resolverá a través del cálculo político, desde luego, la cuestión es muy de fondo e interroga a Europa entera. Por cierto, la extrema derecha holandesa ha forzado la caída del gobierno de los Países Bajos. Suma y sigue, porque el malestar aumenta.

No están en discusión algunos valores como la solidaridad o la responsabilidad por los pobres y los que sufren, decía recientemente Benedicto XVI, pero falta con frecuencia la fuerza que los motive, la claridad de la razón y la fuerza de la voluntad que nos permita asumir renuncias y sacrificios por un bien mayor, y en un contexto de verdadera comunidad humana. Efectivamente, la soledad radical de los individuos privados muchas veces de vínculos familiares y de una tradición asumida y compartida, el cinismo corrosivo de la cultura ambiental, los falsos paraísos prometidos en el campo de la afectividad... todo ello ha ido debilitando al sujeto personal y social. Y la situación estalla cuando el entretenimiento del bienestar se hace magro a cuenta de la crisis. Los ídolos de la riqueza y el placer ceden paso, ¿llega de nuevo el tiempo de las ideologías? Esta semana he escuchado en foros muy diversos evocar el fantasma de los años 30 del pasado siglo en Europa.

Francia tendrá que elegir a su presidente en poco más de una semana, y antes del verano una nueva Asamblea legislativa. Y todo puede pasar. Sigo pensando que Sarkozy, con todas sus limitaciones, es la opción que más puede favorecer la necesaria batalla cultural, por un lado frente a la deriva del nihilismo europeo, por otra frente al nuevo ensueño autoritario. No digo que él protagonice semejante empresa, digo que puede ofrecer un espacio más seguro y libre para desarrollarla.

En esta hora se hace más patente la necesidad del método benedictino para el futuro de Europa. Un tejido de realidades comunitarias de diferente índole y dimensión, un trenzado de "centros en la periferia" como le gusta decir a Benedicto XVI. Lugares donde las personas puedan hacer experiencia de que la vida es un gran bien, que tiene sentido y llama a construir junto a otros, aunque sean diferentes. Lugares de caridad y cultura, lugares de cohesión y educación en los que se abra la razón y se potencie la libertad, donde la gente recupere el gusto de vivir, de construir familia, de arriesgar.

Ya no serán los monasterios medievales sino asociaciones familiares, centros culturales, colegios, parroquias, grupos de empresas, obras sociales. Unidos por una experiencia común, capaz en algún momento (sin prisa y sin pausa) de convertirse en interlocutor cultural, en sujeto social reconocible. Algunos piensan en un gran plan, pero aquí no funcionará el desembarco de Normandía ni la tercera cruzada. Hace falta la paciencia del grano de mostaza, el realismo y la certeza de quienes ya han encontrado Algo grande que ha cambiado su vida y que los lanza sin temor a navegar mar adentro. Al poder político, de izquierda o derecha, hay que pedirle que proteja esto, que lo deje crecer, que se deje interrogar. Sinceramente, no veo otro camino.

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