La semana pasada, la altísima cifra oficial de parados en España –cinco millones trescientos mil– nos ha sobrecogido a todos. Se trata de la cota más alta de nuestra historia, por desgracia. Hay que añadir, además, que más de un millón y medio de parados han dejado de percibir el subsidio de desempleo. Los pronósticos de futuro, al mismo tiempo, no son nada halagüeños: va a crecer seguramente en los próximos meses, y se constata y pronostica como algo endémico de nuestra sociedad. Se trata de un gravísimo mal, uno de los peores males. El paro, sin duda alguna, es una de las peores calamidades de nuestra sociedad; uno de los peores males que la aqueja. No es un mal más entre los muchos que padece nuestro mundo enfermo. Constituye, de hecho, una especie de tumor maligno muy profundo y agresivo, con grandes y graves ramificaciones, que –¿por qué no decirlo?– está juzgando a nuestra sociedad y condenando a un mundo como el nuestro.

Me viene a la memoria que en los años 19831984, cuando España también se vio azotada por una crisis de paro, aunque muchísimo menos extensa y honda que la de ahora, Mons. Antonio Palenzuela, entonces Obispo de Segovia dijo y escribió cosas que merece la pena recordarlas y leerlas de nuevo. A propósito de la realidad del paro, fenómeno tan de la actual época moderna, afirmaba, con la libertad que lo caracterizaba, lo siguiente: «El paro es uno de los mayores males que afectan a las sociedades modernas. Produce hambre, miseria, frustración, crisis familiares, humillación y desesperanza y puede desembocar en una cadena de guerras y revoluciones como ocurrió con la crisis de los años treinta. Ahora, drogados por tanto ruido, tanta imagen, tanto alcohol, tanta droga, tanto engaño publicitario e ideológico, tanta cosa poseída, disfrutada y consumida, tanta libertad sin compromiso y entrega, no advertimos un mal tan grande que, de una u otra forma, nos afecta a todos». El paro, «cáncer terrible de nuestra sociedad», «no es un mal cualquiera», porque, «además del hambre y de la miseria, de las humillaciones y frustraciones, de las crisis familiares, o de las desesperanzas que produce», hiere al hombre o la mujer sin empleo, al adulto o al joven, en lo más profundo de su dignidad humana, que la ven perdida, «porque se les ha despojado de ella» al verse privados de un trabajo con una cierta estabilidad, sin el que «el hombre contemporáneo, al menos en nuestras sociedades, no se considera ‘realizado’ como persona». Lo que más preocupa a los españoles –y desean–, según los datos de población, es tener un puesto de trabajo. «Les va en ello su dignidad y ser hombres y mujeres. Estremece sólo imaginar qué puede ser de una juventud que, después de una preparación escolar a veces demasiado larga, entra en la edad adulta, sin haber alcanzado un puesto de trabajo algo estable».

A toda esta situación tan grave podríamos añadir algo que aún la hace más dramática: «No se ve, además, una pronta salida de tal estado de cosas. Quien en la edad madura pierda su puesto de trabajo, puede dar por casi seguro que no encontrará otro. En estos casos hay familias que llegan a extrema necesidad y viven en angustiosos y permanentes conflictos. El paro juvenil está afectando aún a los adolescentes que ven incierto su futuro. Por más que impere, en el ámbito público y privado, un decidido interés por entretener y ‘divertir’ a la juventud, ésta ha perdido la confianza en el mundo adulto. De esta pérdida todos tocamos los terribles efectos. Pero nos hemos ido acostumbrando y nos domina la indiferencia, la apatía y el fatalismo». «No se puede negar –añadía Mons. Palenzuela– que factores técnicos son causa del paro. Pero también lo es en una gran medida la falta de solidaridad en nuestras sociedades. Son patentes muestras de ella, la acumulación de empleos, los salarios exorbitantes y no justificados, la aplicación de ingentes recursos económicos a satisfacer necesidades artificiosamente suscitadas por la manipulación de los medios de comunicación, el consumismo, (la aplicación de ingentes medios económicos a la satisfacción del lujo, el derroche sin sentido), y sobre todo, la pérdida del sentido de los valores morales que lleva a subordinar a los intereses económicos, el bien del hombre y de la sociedad». «El paro es el fruto de un orden de cosas que hace de lo económico el valor supremo, un dios».

Nadie puede sentirse espectador desde fuera ante el paro. El paro juzga a una sociedad como la nuestra. Más aún, el paro condena a un mundo como el nuestro. Todos, ante el paro masivo, somos y debemos sentirnos solidarios y responsables, de manera particular los cristianos, que tenemos una razón especial para ello: «Si a Dios le interesa apasionadamente el destino del hombre, al cristiano no puede serle indiferente el problema del paro. En él está en juego, directa o indirectamente, el destino de los hombres y sociedades de nuestro tiempo». Es la hora de la verdad, la hora de la caridad. Verdad y caridad se muestran cuando uno es capaz de darse enteramente para ayudar y salvar, hasta la vida misma, como ese testimonio admirable y sobrecogedor que estos días han dado a todo el mundo tres policías en las costas de Galicia, frente a La Coruña, perdiendo su vida por salvar a otros. Dios habrá premiado su extraordinario y tan esperanzador testimonio de solidaridad y de servicio, más aún de un amor al prójimo, que es reflejo del Amor que es Dios, tan sumamente apasionado por el hombre. Desde aquí mi condolencia a las familias y a la Policía Nacional, mi oración, agradecimiento y admiración por tan alto ejemplo de virtud, servicio y valor a toda la sociedad, y por la esperanza a la que nos mueven. Dios no nos deja. Seguiré con el tema del paro.