Leemos en el Salmo 8: “¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, y el hijo del hombre para que de él te cuides? Y lo has hecho poco menor que Dios, le has coronado de gloria y honor. Le diste el señorío sobre las obras de tus manos, todo lo has puesto debajo de sus pies” (vv. 4-7). Y en el Concilio Vaticano II: “(El Señor) sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (GS 24). Para Juan Pablo II “este texto es la definición del ser humano que nos ha legado el Concilio Vaticano II” (Discurso a la Curia del 22-XII1995, nº 2). Y para Benedicto XVI: “Dios nos ama. Ésta es la gran verdad de nuestra vida  y que da sentido a todo lo demás. No somos fruto de la casualidad o de la irracionalidad, sino que en el origen de nuestra existencia hay un proyecto de amor de Dios”(Cuatro Vientos 20-VIII-2011).

Al afirmar que Dios nos quiere, y como para Dios amar es darse, esta donación se realiza por el envío al mundo de su Hijo Jesucristo y por el don del Espíritu Santo. Por tanto, podemos afirmar que el origen del hombre no responde solamente a las leyes de la biología, sino que responde también directamente a la voluntad creadora de Dios. Dios ha querido al hombre desde su comienzo y lo quiere en toda concepción y en todo nacimiento humano, lo que supone que hay que respetar toda vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, incluso la de los discapacitados, incapacitados o ancianos.

Ahora bien en esta definición se nos dice que el hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás. Un cristiano no puede ser un puro individualista, porque el hombre está destinado a la vida social por su propia naturaleza. Es en el amor esponsal, es decir en la plena entrega de su persona a otra persona donde se realiza la perfección humana. Sobre ello Juan Pablo II nos recuerda: “En cuanto persona, el hombre no puede darse plenamente sino a otra persona y, finalmente a Dios, que es el autor de su ser, y que es el único que puede acoger plenamente este don”(Encíclica Centesimus Annus, nº 41) y “La revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor: el Matrimonio y la Virginidad. Tanto el uno como la otra, en su forma propia, son una concretización de la verdad más profunda del hombre, de su ser ‘imagen de Dios’” (Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, nº 11).

En cuanto al modo concreto de actuar, en el consentimiento matrimonial los seres humanos se declaran abiertos a la vida. El amor esponsal, que transciende el amor mutuo, hace que el matrimonio se transforme en familia, donde el don recíproco por parte del hombre y de la mujer crea un ambiente de vida donde el niño puede nacer y desarrollar sus potencialidades, de tal modo que la civilización del amor y la cultura de la vida encuentran allí el lugar idóneo para su desarrollo, en el que el orden social y su progreso se subordinan al bien de las personas y no al revés, y donde los derechos de las personas, que son propios, inalienables y anteriores a cualquier disposición estatal,  se encuentran protegidos por éste.

En cuanto a aquéllos que han optado por la vocación consagrada a Dios, recordemos que el amor es, o en todo caso debe ser, el motor principal de su vida. Cuando Cristo nos señaló que el mandamiento principal y fundamental era el del amor a Dios, al prójimo y a nosotros mismos nos indicó con absoluta claridad que si queríamos realizarnos como personas no hay otro camino sino el del amor. Sigámoslo. Y recordemos que lo que nos espera al final es lo que dice el Credo: “creo en el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna”.