Con ocasión de la polémica sinodal en 2014 sobre la comunión a los divorciados vueltos a casar por lo civil, María Vallejo-Nágera recordaba en ReL una devoción de la que, lamentaba, "se habla poco": la comunión espiritual.

Dos millones que se quedaron sin comulgar 

La escritora madrileña, autora de Cielo e Infierno y muchas otras obras sobre la fe, recordaba la utilidad de esa práctica.

Se vio, por ejemplo, el 21 de agosto de 2011 en la multitudinaria misa de clausura de la JMJ de Madrid.

Para dos millones de peregrinos fue muy duro no poder comulgar aquel domingo porque la tromba de lluvia de la noche anterior había dejado impracticables las capillas donde cientos de miles de obleas aguardaban el momento de ser transformadas en Cuerpo y Sangre de Cristo por Benedicto XVI.

La organización animó entonces a los jóvenes a hacer una comunión espiritual.

Todo el orbe católico, pendiente de Madrid, pudo recordar así la importancia de una devoción que tiene entidad propia.

Recomendada por Santo Tomás, Francisco de Sales, Ligorio...

El concepto es sencillo: comulgar espiritualmente consiste en desear comulgar sacramentalmente, alimentando ese deseo con los mismos afectos y determinaciones con que nos preparamos a hacerlo en la misa.

Pero una idea tan simple envuelve un misterio infinito, sobre el que llamó la atención Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologica: “Comer espiritualmente a Cristo es también recibir espiritualmente el sacramento”. Es decir, que puede producir los mismos frutos, aunque no ex opere operato (por la misma fuerza del sacramento) sino ex opere operantis (según las disposiciones del fiel).

De ahí que el Concilio de Trento la recomendara en tiempos en que la negación luterana de la transustanciación había enfriado o extirpado la devoción eucarística.

Como asimismo lo hicieron San Francisco de Sales y San Alfonso María de Ligorio, dos grandes maestros de la vida moral, cuando los estragos de la Reforma, primero, y la fiebre de la desviación jansenista con su rigorismo extremo, después, alejaban a los cristianos de su alimento natural.

Los 3 pasos de la comunión espiritual

No está prescrita ninguna oración específica, pero sí son precisos tres pasos.

Primero, un acto de fe en la presencia real de Cristo bajo las especies eucarísticas.
Segundo, el deseo de tomarlo sacramentalmente y unirse en intimidad con Él.
Y tercero, la petición de alcanzar las mismas gracias que si nos la diera el sacerdote.

Si se cumplen estos requisitos, pueden ganarse las indulgencias que la Iglesia otorga a quienes practican esta devoción, aunque es requisito para esto último, como es obvio, el estado de gracia.

Y con la frecuencia que se desee: “Cualquier devoto puede cada día y cada hora comulgar espiritualmente con fruto” si tiene “buena voluntad y devota intención” de hacerlo sacramentalmente, dice Tomás de Kempis en la Imitación de Cristo.

Comunión espiritual: muchos la conocieron en pandemia

En 2020, durante la pandemia y los confinamientos que obligaron a muchos a no poder acceder a la comunión en las parroquias, se hizo mucha catequesis online o radiofónica divulgando la comunión espiritual. En ReL el sacerdote Pablo Cervera escribió sobre ella.

Cervera recordaba otros 3 grandes santos que la recomendaban:

- Santa Teresa de Jesús (Teresa de Ávila) decía: «Cuando no puedan comulgar ni oír Misa, pueden comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho. Es mucho lo que se imprime el amor así del Señor».

- San Juan María Vianney, el Cura de Ars, decía: «Cada vez que sientas que tu amor por Dios se está enfriando, rápidamente haz una comunión espiritual. Cuando no podamos ir a la iglesia, recurramos al tabernáculo; ninguna pared nos podrá apartar de Dios».

- San Pío de Pietrelcina, incluso celebrando diariamente la Misa, decía:  «Cada mañana antes de unirme a Él en el Santísimo Sacramento, siento que mi corazón es atraído por una fuerza superior. Siento tanta sed y hambre antes de recibirlo que es una maravilla que no me muera de ansiedad. Mi sed y mi hambre no disminuyen después de haberlo recibido en la comunión, sino que aumentan. Cuando termino la misa, me quedo con Jesús para darle gracias».

Sobre San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), recuerda sus palabras: «La comunión espiritual consiste en el deseo de recibir a Jesús Sacramentado y en darle un amoroso abrazo, como si ya lo hubiéramos recibido».

Proponía este santo acompañarlo con esta oración: 

«Creo, Jesús mío, que estás realmente presente
en el Santísimo Sacramento del Altar.
Te amo sobre todas las cosas y deseo recibirte en mi alma.
Pero como ahora no puedo recibirte sacramentado,
ven al menos espiritualmente a mi corazón.
Se hace una pausa en silencio para adoración.
Como si ya te hubiese recibido, te abrazo y me uno del todo a ti.
No permitas, Señor, que jamás me separe de ti. Amén».

Otra fórmula muy sencilla y muy extendida es:

 «Yo quisiera, Señor, recibirte con aquella pureza,
humildad y devoción con que te recibió tu santísima Madre;
con el espíritu y fervor de los santos».

En 1902, el cardenal español Merry del Val difundió esta oración de comunión espiritual: 

"A vuestros pies, ¡oh mi Jesús!, me postro y os ofrezco el arrepentimiento de mi corazón contrito, que se hunde en la nada ante vuestra santísima presencia. Yo os adoro en el Sacramento de vuestro amor, la inefable Eucaristía, y deseo recibiros en la pobre morada que os ofrece el alma mía. Esperando la felicidad de la comunión sacramental, yo quiero poseeros en espíritu. Venid a mí, puesto que yo voy a Vos, ¡oh Jesús mío!, y que vuestro amor inflame todo mi ser en la vida y en la muerte. Creo en Vos y espero en Vos. Así sea."

Una versión más breve de la oración del cardenal Merry del Val en este vídeo con hermosas imágenes eucarísticas:

En 2020, con la pandemia y sus confinamientos, el sacerdote Jorge López Teulón recopiló 7 oraciones distintas de importantes escritores espirituales para poder rezar un texto diferente cada día de la semana al hacer comunión espiritual: puedes leerlas aquí

Tres milagros que sucedieron con la comunión espiritual

A veces Dios premia la comunión espiritual recordando las palabras del Sermón de la Montaña (“¿Quién de vosotros, si un hijo le pide pan, le dará una piedra?”) y se obra el milagro de la administración sobrenatural de la Eucaristía.

San Buenaventura (1221-1274), ya agónico, sufría continuos vómitos y no podía soportar la Sagrada Hostia. En el lecho de muerte, pidió tenerla junto al pecho para hacer una última comunión espiritual. Fue entonces cuando, a la vista de los hermanos presentes, un ángel extrajo una partícula del copón y la introdujo en el corazón del moribundo.

Para otros el regalo ha sido aún mayor.

El Jueves Santo de 1250, dos fervorosos franciscanos de Gaeta (Italia) se preparaban para comulgar en los oficios, cuando el superior les envió a limosnear pan. Al regresar al convento, el sacramento ya había sido administrado.

Así que se arrodillaron ante el altar para hacer una comunión espiritual: “La obediencia”, protestaban ante el sagrario, “nos ha privado del consuelo de recibiros; no nos privéis, al menos, de vuestra divina bendición”.

Hubo algo más que eso. A los pocos instantes el mismo Jesús salió del monumento: “Yo soy el Salvador a quien invocáis, he escuchado vuestros deseos y voy a satisfacerlos”. Y les dio de comulgar, además de dejar en el pavimento del altar las huellas de sus pies, todavía hoy objeto de veneración.

O está el caso que refiere el capuchino español Fray Ambrosio de Valencina (1859-1914), escritor y misionero en las Islas Carolinas. 

Escribió sobre una niña, Rosalía, cuya santidad intrigaba a su amiga Conchita. Un día, la amiga la sorprendió en su habitación, de rodillas ante el Sagrado Corazón, con el rostro encendido y “como fuera de sí”. “Estoy comulgando”, le dijo, y le explicó que se trataba de “la comunión espiritual, para estar más estrechamente unida con Jesucristo deseando ardientemente recibirle y tenerlo en el corazón”. Rosalía confesó a su amiga que todas las noches se acostaba deseando amanecer en el cielo.

Aquel verano, Rosalía se despertó con el sol una mañana y consagró el primer instante, como hacía siempre, a su devoción favorita. Su ángel de la guarda, a quien Jesucristo había ordenado llevarla ese día al Paraíso, aprovechó tal ímpetu de amor divino para cumplir el mandato.

(Una versión de este artículo se publicó en ReL en octubre de 2014, ha sido ampliado con más datos en febrero de 2024).