La secular acometida del imperio otomano contra la Cristiandad dejó miles de historias de mártires, como la del voivoda Constantino Brancovan en el siglo XVIII. Pudo salvar su vida y la de sus hijos si hubiese renunciado a Cristo. Lo recuerda Rino Cammilleri en Il Timone:

Ese príncipe que murió mártir

Se llamaba Constantino Brancovan y nació el 15 de agosto de 1654 en Tirgoviste, que en ese tiempo era capital de Valaquia, un voivodato (principado) que, seguidamente, con Transilvania y Moldavia, acabó formando Rumanía.

A menudo nos olvidamos, debido a su posición geográfica y por haber formado parte, contra su voluntad, del bloque soviético, de que Rumanía -como demuestra su mismo nombre- es de cultura y lengua neolatina y no eslava, debido a que formó parte del Imperio romano con Trajano, que conquistó la antigua Dacia (Traian sigue siendo un nombre propio usual en este país).

Hábil político

Hablábamos de Brancovan, al que el Sínodo de la Iglesia rumana canonizó como mártir en 1992. Estaba casado con la doamna Marica, sobrina del príncipe Antonie Oda, y tuvo cuatro hijos (Constantin, Stefan, Radu, Matei) y siete hijas (Stanca, Maria, Ilinca, Safta, Anca, Balasa, Smaranda). En 1688 fue elegido príncipe de Valaquia y enseguida tuvo que aprender a moverse entre las potencias que le rodeaban.

Valaquia se había convertido en un principado autónomo en el siglo XIV, pero fue invadido por los turcos en 1526. Solo después de las victorias de Eugenio de Saboya, en 1723, entró a formar parte del imperio austríaco, para volver bajo el dominio turco de nuevo en 1739.

Por consiguiente, Brancovan estaba sometido a los otomanos, por cuenta de los cuales gobernaba y a los que debía entregar anualmente una considerable suma de dinero. Gracias a su habilidad diplomática consiguió arreglárselas y, sobre todo, conservar el cristianismo en su principado. Sus óptimas relaciones personales con los gobernantes de los territorios limítrofes le valieron los títulos de noble de Transilvania y conde de Hungría.

Constantino Brancovan, un príncipe que marcó la historia rumana antes y después de su martirio.

Tenía una profunda formación  humanista y religiosa, y solía reunir a toda su familia tres veces al día para la oración. Pero sobre todo era un hábil político. Cuando, durante un paréntesis imperial, el metropolitano ortodoxo Sava Brancovici fue arrestado, su actividad diplomática consiguió liberarlo. Es más: el emperador de Viena le otorgó el título de príncipe del Sacro Imperio Romano.

También estableció óptimas relaciones con el zar ruso Pedro el Grande, al que convenció para que se erigiera en protector de los pueblos balcánicos, que vivían bajo la continua amenaza de los turcos otomanos. Digamos que el zar, tras las victorias imperiales que habían obligado a los turcos a la paz de Karlowitz, había heredado la lucha de los cristianos contra los musulmanes; por tanto, estaba continuamente en guerra contra los turcos.

Mientras tanto, estos seguían ultrajando a Valaquia aumentando cada vez más el tributo que les debía el principado. Hasta que, en 1703, anciano y enfermo, Brancovan ya no pudo pagar. La Sublime Puerta lo convocó en Adrianópolis para que rindiera cuentas. Por órdenes turcas, tuvo que hacer el viaje con sus hijos y un dignatario que ejercía las funciones de ministro del tesoro. Toma Cantacuzino, jefe del ejército valaco, aprovechó su ausencia para acusarlo de traición ante Pedro el Grande. Los turcos, que tenían espías por todas partes, se enteraron y culparon a Brancovan que, recordemos, estaba en sus manos. 

Lo culparon de conspirar a nivel internacional contra ellos y, además, de haberse embolsado durante años el tributo que les tenía que entregar. Brancovan consiguió justificarse y volver a su país, donde descubrió que Cantacuzino había pasado a estar sometido directamente al zar.

Ejecución

Qué paso a continuación, lo sabemos gracias al secretario del vaivoda, un italiano, el florentino Del Chiaro, que escribió un informe detallado.

Los turcos, que no aceptaban la pérdida económica, ya no se fiaban de Brancovan. Así, el 17 de marzo de 1714 (ojo, el 17 trae mala suerte) [en Italia, como en otros países, el número de la mala suerte es el 17 y no el 13 como en España], durante la Semana Santa, se presentó ante el vaivoda el dignatario turco Mustafá Ana, con escolta armada y la excusa de estar de paso hacia Moldavia. Recibido con cortesía en la nueva capital, Bucarest, ante el príncipe y sus boyardos (nobles de la corte), el turco entró y leyó el decreto del sultán con el que Brancovan era destituido y sustituido por su primo, Stefan Cantacuzino.

Seguidamente, como establecía el decreto, el príncipe cesado, sus hijos y el ministro Enache Vacarescu fueron deportados a Constantinopla. Una vez en esta ciudad, fueron encarcelados y encadenados; más tarde, fueron torturados para que revelaran dónde estaba el dinero que, según los turcos, tenían escondido. Dado que no hablaban (¿y qué tendrían que haber dicho?), fueron condenados a muerte, a no ser que se convirtieran al islam. Todos se negaron. El hijo más pequeño tenía 12 años.

Vestidos solo con la camisa, descalzos y encadenados al cuello, fueron arrastrados por las calles de Constantinopla y, por último, decapitados ante el sultán Ahmed III, que obligó a los embajadores de las potencias extranjeras a asistir a la ejecución. Los cuerpos fueron arrojados al Bósforo y las cabezas clavadas en picas y expuestas en la calle como advertencia.

Estatua de Constantino Brancovan junto a la iglesia de San Jorge en la capital rumana, Bucarest.

La ejecución se llevó a cabo el 15 de agosto de 1714, día del sexagésimo cumpleaños de Brancovan. Al cabo de un tiempo, los cristianos locales consiguieron, a escondidas, recuperar los cuerpos, que fueron enterrados en la isla de Halchi.

Doamna Marica, que había presenciado -obligada- la ejecución junto a su nuera, yerno y nieto, hizo trasladar en secreto los restos de los mártires a Bucarest en 1720. El pequeño Matei, impresionado por la vista de la sangre de sus hermanos ajusticiados, le suplicó a su padre, mientras se estaba llevando a cabo la ejecución, que aceptara convertirse al islam. Pero el padre le respondió que no valía la pena traicionar a Cristo para vivir solo unos cuantos años más. Entonces Matei le tendió el cuello al verdugo.

Traducción de Elena Faccia Serrano.