En un reciente artículo en Libertad Digital, el escritor Jesús Lainz, autor del bestseller Adiós, España. Verdad y mentira de los nacionalismos y de otras obras sobre la identidad nacional española, plantea los orígenes de la aversión política del sistema político francés al cristianismo, y las novedades que registra esa aversión con el auge de la población mahometana (los ladillos son de ReL):


La guerra contra el cristianismo en Francia, hija primogénita de la Iglesia, comenzó, naturalmente, en 1789. El asunto se atemperó con Napoleón y la posterior restauración monárquica, pero siguió estando latente en los vaivenes políticos que sufrió Francia durante todo el siglo XIX.


Tras la debacle de 1870, los artífices de la Tercera República volvieron a las andadas. Gambetta lo dejó claro desde el principio del régimen: "El clericalismo, he ahí el enemigo". Y Ferry, más todavía: "Mi objetivo es organizar la Humanidad sin dios y sin reyes".
 
La apoteosis del laicismo tendría lugar en los primeros años del siglo XX, entre 1902 y 1905, con la llegada de Émile Combes, seminarista renegado, a la presidencia del gobierno. Otro camarada exclaustrado, Victor Charbonnel, explicó en aquellos días que "no podemos esperar una sociedad nueva de alegría, libertad y belleza mientras la Iglesia no sea definitivamente aniquilada". Y Laurent Tailhade, predicador de la violencia anarquista que perdería un ojo en un atentado anarquista, escribió a su vez que "contra el cura todo está permitido, pues la civilización tiene derecho a la legítima defensa. No hay que tenerle ni respeto ni piedad, pues se trata del perro rabioso al que todos tienen el derecho de matar por miedo a que muerda a los hombres e infecte el ganado".
 
El egregio socialista Jean Jaurès, por su parte, declararía que su partido combatía al cristianismo, "porque es la negación del derecho humano y encierra un principio de servilismo intelectual que ha de quedar fuera de cualquier obra de educación", en lo que abundó su compañero Ferdinand Buisson, presidente de la Liga de los Derechos Humanos y premio Nobel de la Paz en 1927, al sostener que el Estado tiene la obligación de proteger a los niños de las perversiones de la enseñanza religiosa incluso contra la voluntad de sus padres.


La ofensiva antirreligiosa no se limitó a la educación, ya que abarcó todos los sectores de la sociedad, incluido un ejército bajo sospecha por su comportamiento durante el Affaire Dreyfus (18941906). Pues a éste le siguió el Affaire des fiches (1904), intento de depuración del ejército de sus elementos considerados antirrepublicanos (católicos, monárquicos, derechistas, etc.).

El general Louis André, ministro de la Guerra en el gabinete Combes, encargó la investigación al Gran Oriente, al que consideró más eficaz que la policía. La información recogida en las veinte mil fichas que llegaron a redactarse no se refería a la competencia profesional de los oficiales sino a si ellos o sus familiares iban a misa, si participaban en procesiones, si comulgaban, si educaban a sus hijos en colegios religiosos, si tenían a curas entre sus amistades, si se declaraban creyentes, monárquicos o antimasónicos, si leían tal o cual periódico, si tenían amigos reaccionarios o si habían conservado la partícula "de" en sus apellidos.

En el Ministerio de la Guerra las fichas fueron clasificadas en dos archivos que distinguían los oficiales desafectos, cuyas carreras debían ser obstaculizadas, de los afines, destinados a ser ascendidos.

Pero uno de los secretarios de la masonería, arrepentido, informó a la oposición derechista. Uno de sus diputados, Gabriel Syveton, abofeteó al general André en la Cámara y fue encontrado asfixiado en su propia chimenea la víspera del comienzo del proceso en el que tenía que responder por la agresión.


Pero el Affaire des fiches no fue más que uno de los mil episodios del hostigamiento a la Iglesia. Los jesuitas fueron desterrados; las órdenes religiosas, disueltas; miles de religiosos, expulsados de sus conventos manu militari, provocando manifestaciones populares de protesta e incluso algunos muertos; miles de religiosos tuvieron que marchar al exilio; se liquidaron los bienes de las iglesias, enriqueciendo en el trámite a algunos intervinientes, entre ellos el hijo del padrecito Combes; miles de escuelas religiosas fueron cerradas; se prohibió a los religiosos impartir cualquier forma de enseñanza; se prohibió a las monjas trabajar como enfermeras en los hospitales militares; y se prohibió la presencia en tribunales, escuelas y cualquier establecimiento público de crucifijos o cualquier imagen religiosa, incluidos los belenes navideños.
 
La marea antirreligiosa empezó a retroceder cuando creyentes y ateos, republicanos y monárquicos, masones y católicos, regaron con su sangre las trincheras de la Gran Guerra. Pero aunque el acoso terminó, la total separación entre lo público y lo religioso ha seguido siendo una de las claves del régimen republicano francés hasta nuestros días.
 

El tiempo, sin embargo, no pasa en vano, y en el siglo transcurrido desde entonces la sociedad francesa, como toda Europa, ha experimentado cambios inimaginables para los comecuras de la Belle Époque. Aunque el 64% de los franceses siguen declarándose católicos, sólo el 8% son practicantes. Además, aproximadamente la mitad de ese 64% no cree en la divinidad y resurrección de Jesucristo, por lo que su catolicidad es meramente cultural. A medio siglo del Vaticano II y en plena socialización del mensaje cristiano –lo que Pablo VI definiera demasiado tarde como "la autodestrucción de la Iglesia"– los templos están tan vacíos de feligreses como de sacerdotes.
 

Pero al mismo tiempo las mezquitas se llenan de unos nuevos franceses que, mayoritariamente, no se identifican ni con la tradición cristiana de la nación francesa ni con el laicismo de la República francesa. Poco a poco, según ha ido aumentando su peso demográfico (hoy más del 10% de la población), han ido apareciendo puntos de fricción: el velo, el burka, las fiestas, la consideración de la mujer, la poligamia, las prescripciones coránicas sobre alimentación y otras costumbres que afectan a escuelas, polideportivos, piscinas u hospitales… Y muchos franceses se enfadan cuando comparan la genuflexa actitud del Estado hacia el islam con la dureza ejercida contra el cristianismo.


Parece que algo comienza a agitarse. Porque ciento once años después del art. 28 de la Ley de Separación de las Iglesias y el Estado, que prohibió "instalar cualquier signo o emblema religioso en los monumentos públicos o en cualquier emplazamiento público con la excepción de los edificios dedicados al culto, los cementerios, los monumentos funerarios y los museos o exposiciones", el 71% de los franceses se han declarado favorables a la presencia de belenes en los edificios públicos. Y tras algunos años de vaivenes judiciales, el Consejo de Estado acaba de permitir la instalación de belenes como elemento ornamental navideño, siempre que tengan "un carácter cultural, artístico o festivo" y no sean utilizados para hacer proselitismo religioso.
 
Para ser exactos, la fecha de la decisión del Consejo de Estado fue el 9 de noviembre. El mismo día en el que ganó las elecciones norteamericanas un Donald Trump que un par de semanas después anunciaba en un discurso que a "partir de ahora podremos volver a decir Merry Christmas", peligrosa osadía en la patria de la corrección política y los Season’s Greetings. Curiosa sincronía.