En esta batalla del coronavirus tenemos todos los elementos propios de una guerra: héroes, villanos, propaganda mediática, verdades, mentiras, caos, teorías de la conspiración, sufrimiento, muertes...

El apartado del reconocimiento de los héroes es uno de los pocos en los que nuestra sociedad muestra cierta unanimidad; fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, personal sanitario en toda su extensión, personal de limpieza, cajeros, reponedores, transportistas, etc. Pero hay un “colectivo” de nuevo olvidado en esta guerra, invisible en los medios y redes sociales: nuestros sacerdotes.

No se trata sólo de su labor callada, celebrando la Eucaristía y rezando incansablemente por todos nosotros. Hablamos de capellanes de hospitales, y muchos más, disponibles para el acompañamiento de los enfermos más graves, administrando los sacramentos y llevando consuelo a los moribundos, exponiéndose evidentemente al contagio. O de casos extremos como el del sacerdote italiano, que murió al ceder su respirador a un joven al que no conocía.

Nadie les nombrará. Nadie les homenajeará. Tampoco lo necesitan, pues no trabajan para el reconocimiento de este mundo. Y sin embargo, apostaría a que muchos de los que están muriendo, y de los que desgraciadamente morirán en los próximos días, querrán poder recibir el perdón y bendición de un sacerdote antes de dejar esta vida.

Se nos llena la boca de decir, una y otra vez, que este tiempo debe servir para recordarnos cuáles son las cosas importantes. Practicante o no, para una inmensa mayoría de población que se considera creyente, prepararse para encontrarse con Dios parece algo importante. Hecho para el que contar con un sacerdote se hace imprescindible. Abundan incluso los testimonios de ilustres ateos y agnósticos que, en el momento de morir, se reconciliaron con Dios. Habrá quien lo considere cobardía y debilidad de los instantes últimos. Sin embargo parece que, ante el encuentro inevitable de la hermana muerte, verdad incuestionable de toda vida, las teorías se desvanecen y el corazón se abre a acoger la otra gran Verdad: Dios, que nos conoce, que nos ama, que nos acoge, que nos espera. Hoy y siempre, con coronavirus o sin él.

Mas esto no lo encontrarás en ningún listado ni recomendación.