Soy Jesús María Silva, un cura tildado de carca y polémico. Por favor, lee este artículo entero, quien quiera que seas, antes de desecharlo. Gracias.

 

La fidelidad a la Tradición marcó la vida de Occidente, y de la Iglesia, durante siglos. Sabedores de la inmensa deuda que tenían con Grecia, Roma e Israel, los espíritus de los hombres trataban de volver siempre al origen, de conocerlo mejor, de explicar a su luz cualquier nuevo problema que se plantease. Incluso el Renacimiento, como su nombre indica, supuso un intento de volver a las fuentes clásicas de la Sabiduría para “volver” a la verdad. Se tenía la conciencia de que la verdad había sido regalada por Cristo al mundo, y que esta había cristalizado en todo lo que de bueno, bello y verdadero había en el mundo grecorromano. Todo intento de innovación era en realidad un deseo de volver a las fuentes, a la verdad de la Revelación, al plan original de Dios, aunque fuese errado.

 

Pero todo esto cambió. Fue en el siglo XVIII. A sus comienzos se coordinó un grupo, heredero de tradiciones antiguas, que pretendía sustituir la verdad cristiana por otra supuesta verdad, revelada por un “Ser superior” a unos pocos. Se trata, por supuesto, de la masonería. Ella guio el siglo de las Luces. Es curioso que la mayor parte de los ilustrados fueran masones y que eso no se enseñe en las escuelas. Una sencilla pregunta al abierto Chat GPT brinda las respuestas: Montesquieu, Voltarie, D’Alembert, Rousseau, Condorcet, Goethe, Lessing y probablemente Kant fueron masones. Su pensamiento estuvo guiado por los ideales masónicos: el servicio a Lucifer, y, en obediencia a él, la sumisión de la humanidad a una élite y el control de la misma mediante la subversión del orden natural y el ataque a “la Infame”, que es como Voltaire llamaba a la Iglesia Católica. Este gran movimiento secularizó al mundo, hizo caer en descrédito a la Iglesia, manipuló la política y ha ido ganando poder en la sombra hasta nuestros días.

 

Pero su influencia no se quedó sólo fuera de la Iglesia. También se infiltró en su interior. Las ideas secularistas de la masonería dieron lugar, en la Iglesia, al llamado modernismo, algunos de cuyos impulsores fueron también masones. Los modernistas consideraban que la Iglesia y sus dogmas eran instituciones humanas, sujetas a la influencia del contexto histórico y cultural, y que podían ser revisadas y reformadas. Fue el combustible del progresismo. El mundo, desde el siglo XVIII, había abandonado el deseo de volver a las fuentes y de conformarse al canon de la verdad para buscar el progreso a toda costa, la innovación, el cambio, una huida frenética hacia delante en busca del paraíso terrenal. Y esto afectó también a la Iglesia. Los papas Pío IX, Pío X, León XIII, Benedicto XV y Pío XI, entre otros, lucharon contra el modernismo y lo condenaron. Pero las sociedades que trabajan en la sombra continuaron horadando el interior de la Iglesia. Y el progresismo fue cobrando una fuerza cada vez mayor.

 

El epítome del progresismo se dio después del Concilio Vaticano II. Este concilio no fue modernista, sino todo lo contrario. Fue el gran esfuerzo de la Iglesia por “ponerse al día” en relación con el mundo pero sin cambiar un ápice la Sagrada Tradición. Los progresistas, al ver que el Concilio no había sido lo que ellos querían, hicieron caso omiso de sus documentos y empezaron a enseñar que la doctrina cristiana había cambiado respecto a todo, especialmente respecto a la moral familiar, sexual y de la vida. Fue una debacle en el seno de la Iglesia. San Pablo VI y sobre todo san Juan Pablo II lucharon contra él, viendo el peligro de que la Iglesia perdiera su esencia, su identidad y su razón de ser, y manteniendo la cohesión con un Magisterio claro y firme, que puso en vereda al progresismo. O eso creíamos.

 

Lo cierto es que el progresismo pasó a la clandestinidad, pero continuó en secreto, como una secta esotérica, dentro de la Iglesia, emulando a las sociedades secretas. Se enseñaba en privado, a unos pocos, en algunos ámbitos, asegurando que la Iglesia cambiaría, que un día se abriría, que en algún momento volverían a levantar la cabeza. Entretanto la masonería, siempre laboriosa, infiltró en la Iglesia Católica a pederastas que infestaron los seminarios. Sus crímenes se encubrieron, porque estaba pactado que sólo saldrían a la luz cuando hubieran prescrito o sus autores hubieran muerto, en el momento en que la masonería lo decidiese, para dar un “golpe de gracia” a la Iglesia Católica en relación a la moral sexual y así minar su credibilidad y forzar un cambio de rumbo en su seno.

 

El Cardenal Antonio María Rouco Varela comió con nuestro curso en primero del seminario en el año 2001. Nos dijo que tuviéramos cuidado en nuestro trato con niños, porque les había llegado información a los obispos de que había un grupo buscando escándalos sexuales en sacerdotes y seminaristas para hacer una campaña contra la Iglesia. Le pregunté que de qué grupo se trataba. El Cardenal me dijo: “de la masonería”. En el año 2010, declarado año sacerdotal por Benedicto XVI, comenzó la campaña. Muchísimos casos de abusos salieron a la luz. Los periodistas – guiados por una mano invisible – no se preocuparon de las víctimas; simplemente aprovecharon para cargar contra la Iglesia Católica. ¿Sabía Benedicto XVI que ese era el año decidido por la masonería para empezar su campaña y por eso lo declaró año sacerdotal? ¿O fue más bien al revés? ¿La masonería, para que su golpe fuese más contundente, los sacó a la luz precisamente en el año sacerdotal? Si voy al cielo se lo preguntaré a Benedicto. Lo que nos anticipó el Cardenal Rouco se cumplió.

 

Fue el pistoletazo de salida. La Iglesia se hundió en un mayor descrédito, y, cuando Benedicto XVI renunció, los progresistas de nuevo alzaron la testuz. Esta vez descaradamente. Alineándose con los objetivos que la masonería llevaba promoviendo a través de sus medios, comenzaron a propagar un malentendido feminismo, una malentendida acogida a las personas que se consideran LGTBIQ+, una malentendida defensa de la “muerte digna”, una malentendida regulación de la natalidad con cualquier método (no sólo los naturales), una malentendida liberalización de la sexualidad, una malentendida ecología… Todos los objetivos de la masonería, destinados a someter a la humanidad al poder de Lucifer, encontraron un poderoso y paradójico aliado en el seno de la propia Iglesia.

 

La Agenda busca la reducción de la población mundial, la liberalización sexual, el cuarto feminismo, el aborto, la eutanasia, la extensión de la cultura LGTBIQ+, la subversión del orden natural, el ataque a la maternidad y la familia… y esto mismo es a lo que los progresistas están contribuyendo, sabiéndolo o sin saberlo. Buscando quedar bien con el mundo. Buscando un acercamiento a lo que “la gente” piensa y quiere – lo que los medios de comunicación les han hecho pensar y querer. Buscando ser “cercanos” al hombre de hoy. Huyendo de la “rigidez” y de los “antiguos esquemas”, cayendo así en una forma de modernismo, como si la verdad pudiese cambiar. Muchas veces encubriendo sus propias filias con supuestos puentes pastorales y teologías abiertas y diversas.

 

Nos han metido un gol. Nos han engañado. Han conseguido que su posverdad, como un virus, se introduzca en el seno de la Iglesia Católica. El mundo presiona para que la Iglesia acepte su Agenda. Los progresistas – muchas veces bienintencionados – tratan de cambiar la doctrina para amoldarla al mundo. Los pastores, perdidos en medio de este guirigay, callan, o se posicionan torpemente. Algunos – como los obispos alemanes – no ocultan su deseo explícito de subvertir y cambiar la Iglesia. Se plantea una nueva “teología de la diversidad” que, en el fondo, es modernismo disfrazado, porque sostiene que la verdad cambia, que es adaptable, que según los tiempos y condicionados por estos, la Iglesia puede afirmar una cosa y luego su contraria. Y no ven contradicción en ello, porque han aceptado la tesis de que la verdad puede cambiar. De que algo que antes era malo, ahora ya no lo es. No pueden negar, por ejemplo, que el Nuevo Testamente decía que los actos homosexuales son desordenados; pero dicen que estaban condicionados por su época, y que ahora, liberados por fin de esos esquemas, ya podemos decir lo que ellos no pudieron.

 

Esto también esconde una buena dosis de gnosticismo. Ni siquiera los mismos apóstoles sabían en realidad qué quería Jesús. Pero nosotros, ahora, hemos alcanzado un conocimiento superior, ahora sí que sabemos lo que quiere Jesús. Nos ha sido revelado, no por la Sagrada Escritura, la Tradición o el Magisterio, sino por el pensamiento global que ha avanzado hasta este movimiento ideológico en el que vivimos sumergidos ahora – impuesto, no lo olvidemos, por la mano oculta de la masonería. Por eso, según estos progresistas, ahora sabemos que en realidad Jesús estaba a favor del colectivo LGTBIQ+, que quería que las mujeres fueran sacerdotes, que quería que los curas se casaran, que quería que el sexo se viviera sin restricciones constringentes. Sí, según ellos hemos vivido en la ignorancia durante XX siglos, hasta que han llegado ellos, iluminados por un conocimiento superior. En palabras teológicas, hemos vivido en el temor de la ley del Demiurgo Yahveh, hasta que han llegado ellos, que han recibido la luz del verdadero conocimiento del dios superior.

 

Este dios superior es llamado Lucifer por los masones, “el portador de Luz”. La verdad es que podrían haber cogido otro nombre menos cantoso. Pero no, Satanás se vuelve a disfrazar de ángel de luz para anunciar un evangelio distinto, como nos dijo san Pablo. Mira que nos lo advirtió. Los mismos que expurgan del evangelio los pasajes en los que “los apóstoles eran presa de los condicionamientos culturales de su época” harían bien en leer estos pasajes paulinos:

“Esos tales son falsos apóstoles, obreros tramposos, disfrazados de apóstoles de Cristo; y no hay por qué extrañarse, pues el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Siendo esto así, no es mucho que también sus ministros se disfracen de ministros de la justicia. Pero su final corresponderá a sus obras” (2 Cor 11, 13).

“Aunque nosotros mismos o un ángel del cielo os predicara un evangelio distinto del que os hemos predicado, ¡sea anatema! (Gal 1, 8).

Este san Pablo sin duda no se enteraba de nada, ¿verdad? Era presa del condicionamiento cultural de su época. Si hubiera conocido la agenda globalista de la masonería, la habría aceptado, ¿no? ¿O no sería más bien que el sabía muy bien de qué va Satanás y ya avisaba de lo que iba a intentar? Es decir, introducir un evangelio distinto, disfrazado de ángel de luz (Lucifer), a través de falsos apóstoles disfrazados de ministros de justicia… Mucha casualidad, ¿no?

Y los que defienden que hay una misma y sola verdad a la que hay que ser fiel, que la verdad no puede cambiar, que hay actos intrínsecamente malos, que hay que ser fieles a la Tradición, a la Sagrada Escritura y al Magisterio constante y universal, nos llaman “carcas”, tradicionales, conservadores, “ultras”, fachas, añorantes de los tiempos antiguos. Es una buena caracterización, para qué lo vamos a negar. Hay que desacreditar al enemigo, después de todo. Sobre todo cuando éste esgrime como arma la verdad. Sí. Amantes de la verdad, de la única verdad, la que no puede cambiar. Defensores del principio de no – contradicción: algo no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido. Custodios de una Tradición que se nos legó, no para que la cambiásemos, sino para que la mantuviésemos incólumes frente a los embates del mundo. No unos gnósticos que pretendemos un conocimiento superior alcanzado en la actualidad diciendo que la Iglesia ha estado equivocada durante XX siglos. Unos eclesiásticos que sabemos que, aunque la Iglesia esté marcada constantemente por el pecado de sus miembros, siempre ha mantenido la verdad de la Revelación.

 

El Evangelio es contracultural, como dijo Henri de Lubac. Siempre lo será. Y este tiempo no será una excepción, aunque los progresistas – modernistas – iluminados estén dentro de la Iglesia, aunque los pastores callen o vivan en componendas, aunque muchas presiones traten de cambiar la Iglesia. La verdad pervivirá, y se hará fuerte, como un pequeño incendio en un bosque que, atizado por el fuego, no sólo no se apaga, sino que se expande. No podemos seguir los postulados de este mundo. Porque el príncipe de este mundo sabemos quién es.

Termino. ¿Leerá alguno de estos progresistas este artículo? ¿Le ayudará a abrir los ojos? ¿Lo desechará como otro texto más de un carca que no se entera? ¿Leerá esto algún sacerdote u obispo y le ayudará a retomar el norte y a recobrar valor? ¿O lo leerá como obra del polémico Jesús María Silva que ya sabemos todos de qué pie cojea? Ese cura que es un incordio, que quién le ha dicho que se meta en las redes sociales, que tiene homofobia interiorizada, que es un carca, que le gusta llamar la atención, que siempre tiene que dar la nota discordante… Ya os sirvo yo las excusas, no os preocupéis. Pero ahora en serio. Es un tiempo delicado, es una encrucijada, es un momento en que el mundo – y los fieles – necesitan y agradecen que les hablemos con claridad. Por favor, por favor. ¡Vamos!

 

P.D.: para los malpensantes. Este artículo no viene inspirado por el papa Francisco. Y tampoco afirmo que sea masón, de hecho estoy convencido de que no lo es. No está de más recordar que recientemente el papa ha vuelto a condenar la pertenencia de los católicos a la masonería.