Éste es el día en que vino al mundo el creador del mundo; en que se hizo presente en la carne quien nunca está ausente por su poder. En efecto, estaba en el mundo y vino a su casa. Estaba en el mundo, pero oculto al mundo, pues la luz brillaba en las tinieblas, y las tinieblas no la acogían. Vino, pues, en la carne para limpiar los vicios de la carne; vino en tierra medicinal para curar con ella nuestros ojos interiores, cegados por nuestra tierra exterior; de modo que, una vez sanados, quienes antes fuimos tinieblas seamos luz en el Señor, y la luz presente no luzca ya en las tinieblas para ausentes, sino que se manifieste clara a quienes la miran. Con esta finalidad salió el esposo de su lecho nupcial y saltó de gozo como un gigante dispuesto a recorrer su camino. Hermoso como un esposo, fuerte como un gigante, digno de amor y de temor, severo y sereno; hermoso para los buenos, duro para los malos; permaneciendo en el seno del Padre, llenó el seno de la virgen. En ese lecho nupcial, es decir, en el seno de la virgen, la naturaleza divina unió a sí la naturaleza humana; en él la Palabra se hizo carne por nosotros para habitar en medio de nosotros naciendo de una madre y para prepararnos nuestra morada, precediéndonos en el camino hacia el Padre. Celebremos, pues, con gozo y solemnidad este Día y, llenos de fe, deseemos el Día eterno, a través de quien, siendo eterno, nació en el tiempo para nosotros. (San Agustín Sermón 195, 3)