Ayuno.  ¡Qué palabra tan incomprendida y menospreciada es el ayuno! En el mundo de la aparente abundancia en que vivimos ¿Quién puede desear ayunar? ¿Quién puede necesitar alejarse de sus necesidades y deseos para encontrarse con sí mismo y a Dios? En el milenio de la inmediatez y del hedonismo, no es fácil ayunar y no lo es por tres razones.  

Si ayunamos un día, el rendimiento de nuestro trabajo reduce. Tendremos que estar preparados porque nos sentiremos sin fuerzas y aturdidos. ¿Cómo utilizar ese estado para orar, meditar y acercarnos a Dios, si estamos dentro de las prisas cotidianas? No es sencillo. Viviremos un día contracorriente y muchos sentidos. Esto no conlleva ningún mal, todo lo contrario, nos ofrece una oportunidad única: darnos cuenta de nuestra debilidad humana. En esa debilidad, Dios resplandece con más fuerza. Por eso es tan importante hacer un ayuno lleno de discernimiento. Un ayuno lleno de sentido y esperanza. El Viernes Santo es un regalo para todo ello.

El ayuno llevado con discernimiento es como una gran mansión que acoge todo bien. Porque desde el principio se dio a nuestra naturaleza la orden de ayunar, para no comer el fruto del árbol (Gn 2,17), y es de allí que viene quien nos engaña… Es también por él que comenzó nuestro Salvador, cuando fue revelado al mundo en el Jordán. En efecto, después del bautismo, el Espíritu le condujo al desierto, donde ayunó cuarenta días y cuarenta noches. 

Todos los que desean seguirle hacen lo mismo desde entonces: es sobre este fundamento que comienzan su combate, porque esta arma ha sido forjada por Dios… Y cuando ahora el diablo ve esta arma en la mano del hombre, este adversario y tirano se pone a temblar. Piensa inmediatamente en la derrota que el Salvador le infligió en el desierto, se acuerda de ella, y su poder se siente quebrado. Desde el momento en que ve el arma que nos dio el que nos lleva al combate, se consume. ¿Hay un arma más poderosa que el ayuno y que avive tanto el corazón en la lucha contra los espíritus del mal? (San Isaac el Sirio, Discursos ascéticos, 1ª serie, nº 85)