La alcachofa de mi ducha tiene tres posiciones:

  1. Chorro suave.
  2. Lluvia amplia.
  3. Despegar los mejillones de las piedras.

Es un meme muy tonto que me ha llegado. Pero luego, rezando, me han venido a la cabeza los dichosos mejillones. Vaya nivelazo la oración que hago… En realidad yo lo único que hago es ponerme ante el sagrario y luego Dios, lo sintamos o no, pone el resto… que en eso consiste realmente la oración. Ponerse en su presencia, dejarle actuar en nuestra alma. Suficiente con ponerse. La fidelidad es lo que cuenta. Pero muchas veces, los avatares de la vida son tan numerosos y exigentes que no nos dejan tiempo para pararnos ni cinco minutos a, sencillamente, rezar. O eso nos parece. Esos son los mejillones: son esas obligaciones, esas inquietudes, esos entretenimientos incluso, esos recaditos que se nos van pegando al corazón y nos lo sobrecargan de tal manera que nuestro día a día termina pareciéndose más a la maratón de aquel soldado griego que a la vida de un ser humano.

Aquí intervienen también las tecnologías: disculpamos su invasión convencidos de que nos harán la vida más fácil, pero a menudo, en realidad, hacen la función contraria: herramientas que nos permitan sobrecargarnos más y más de tareas y actividades.

Después de todos esos ajetreos, los pocos momentos de paz y tranquilidad que nos quedan se ven ocupados por las redes sociales y las series audiovisuales, que aparecen como una pequeña distracción cotidiana; sin embargo, como decía el otro día el sacerdote del colegio de mis hijas: “si algunos dedicaran a rezar todo el tiempo que dedican a las redes sociales serían grandes almas de oración”.

No me quiero poner deprimente: ¡todo lo contrario! Solo pienso que, quizás, en nuestra vida, tenemos que quitar todos esos mejillones de más. Esas lapas que se nos aferran a la vida y al corazón y nos impiden la contemplación para la que hemos nacido.

Este verano, un sacerdote ugandés de profundas facciones negras contrastadas por una enorme y blanca sonrisa luminosa comentaba entre carcajada y carcajada (con ese humor africano tan característico por sencillo e inocente) cómo una señora le decía: “padre, es que no tengo tiempo de ir a Misa”. Volvía a reírse el sacerdote, por lo absurdo del comentario, a carcajada limpia, y añadía: “y luego, tres horas telenovela”, decía con su marcado acento, sus erres sonoras y una gramática deficiente que ayudaba a que el sentido de lo que decía se comprendiese aún mejor.  “¡Tres horas!”, volvía a repetir remarcando sus palabras con tres dedos de una mano. Y vuelta a reír. Habló también de aquel que le decía que no podía rezar todos los días un rato, “que en vacaciones no da tiempo a nada”, y volvía a reírse, muerto de risa, contagiosamente hilarante: “todo el día tomando sol, pero no da tiempo a rezar”. Aquel sacerdote, alegremente sorprendido de la frivolidad del primer mundo, era el espejo en el que mirarnos para encontrar el camino: Dios es lo primero. El resto es tan absurdo que solo puede provocar carcajadas en aquel que no lo padece. En nosotros, occidentales del estado de bienestar, solo debería inspirarnos el dramatismo de aquel poema tan duro como realista:

 

“Yo, ¿para qué nací? Para salvarme.

Que tengo que morir es infalible.

Dejar de ver a Dios y condenarme

Triste cosa será, pero posible.

 

¡Posible! ¿Y río, y duermo y quiero holgarme?

¡Posible! ¿Y tengo amor a lo visible?

¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto?

Loco debo de ser pues no soy santo.”

 

Esa es nuestra meta. Ese es nuestro objetivo. Y solo hay un camino: Jesucristo. Y, para llegar a Jesucristo, solo hay un medio: oración y sacramentos. Todo lo demás, si no sirve para mi santidad, si no es parte de lo que Dios me pide, se convierte en esos mejillones que no hay quien arranque y tendré que pensar si los quiero allí o me van sobrando. Y me viene a la cabeza otro sacerdote que preguntaba una vez: ¿es Dios lo más importante en tu vida? Todos, sin pensarlo dos veces, respondimos: “sí”. Entonces, sin esperar respuesta, sugirió: “piensa cuántos minutos le dedicas al día y responde ahora a la pregunta”. Tampoco Dios nos pide tanto, al fin y al cabo. Conoce el mundo en el que nos ha colocado y sus ajetreos. Nos pide solo unos minutitos, un ratito chiquitín en nuestro ocupado día. Cinco, diez, veinte minutitos de paz, de silencio, de sagrario, de ponernos en su presencia, de dejarle hacer cosas grandes en nosotros. Pues, como dice Jacques Philippe en uno de sus maravillosos libros (La oración, camino de amor): "Es evidente que no todos tenemos en este asunto (el de la oración) la misma llamada y las mismas posibilidades. Pero, si hacemos lo que podemos, Dios es fiel. Conozco a laicos muy ocupados por sus obligaciones profesionales y familiares, que reciben en veinte minutos de oración diaria tantas gracias como algunos monjes que dedican a la oración cinco horas al día". Así, Dios nos concederá grandes gracias y así, también, sabremos que a Él solo le pertenecen.