Una de las más preciosas definiciones de san Agustín sobre qué es el hombre es llamarlo "mendigo de la gracia", y la oración misma expresa hasta qué punto somos mendigos de la gracia, porque esa es nuestra principal y primera súplica.
 
Sabedores de que sin la gracia no podemos nada, nos acercamos a Dios en la oración pidiendo gracia, su gracia, la que nos justifica, salva y santifica.
 
Toda oración verdadera es una humilde petición de gracia.
 
 
"15. Podemos decir que ha precedido la fe, y en ella está el mérito de la gracia. Pero ¿qué mérito tenía el hombre antes de la fe para recibir la fe? ¿Qué tiene que no haya recibido? Y si lo recibió, ¿por qué se gloría como si no lo hubiese recibido? El hombre no tendría sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, temor de Dios, si, según el anuncio profético, no hubiese recibido el espíritu “de la sabiduría y de entendimiento, de consejo y de fortaleza, de ciencia, piedad y temor de Dios”; como no tendría valor, caridad y continencia si no hubiese recibido el Espíritu, del que dice el Apóstol: “No hemos recibido el espíritu de temor, sino el de valor, caridad y continencia”. Del mismo modo, no tendría el hombre la fe si no hubiese recibido el Espíritu de fe, del que dice el mismo Apóstol: “Teniendo el mismo Espíritu de fe, según lo que está escrito: Creí, por lo cual he hablado; también nosotros hemos creído, por lo cual hablamos”. Que la fe no se recibe por méritos propios, sino por la misericordia de aquel que “se apiada de quien quiere”, lo manifiesta claramente el Apóstol cuando dice de sí mismo: “He conseguido la misericordia de ser fiel”.
 
 
16. Podríamos decir que precede el mérito de la oración para conseguir el don de la gracia. Porque, cuando la oración consigue lo que consigue, muestra que es don de Dios, para que el hombre no piense que lo tiene de su cosecha; si lo tuviese en su poder no lo pediría. Sin embargo, no se crea que precede ni siquiera ese mérito de la oración en aquellos que en hipótesis han recibido una gracia no gratuita, que no sería ya gracia, sino paga del mérito. Para que nadie crea eso, la misma oración se cuenta entre los dones de la gracia. Dice el Doctor de los gentiles: “No sabemos qué pedir para orar como conviene. Pero el mismo Espíritu interpela por nosotros con gemidos inenarrables”. ¿Por qué dice que “interpela” por nosotros sino porque nos hace interpelar? Interpelar con gemidos es certísimo indicio de indigencia, y no hemos de creer que el Espíritu Santo sea indigente de ninguna cosa. Dice que “interpela” porque nos hace interpelar, porque nos inspira el afecto de gemir e interpelar, según se ve en aquel pasaje del Evangelio: “No sois vosotros los que habláis, sino que el Espíritu de vuestro Padre habla en vosotros”. No se logra eso de nosotros, como si nosotros nada hiciésemos. Luego la ayuda del Espíritu Santo se expresa indicando que Él hace lo que nos hace hacer.
 
17. El que, según esas palabras, “interpela con gemidos inenarrables” no es nuestro espíritu, sino el Espíritu Santo, que ayuda a nuestra debilidad, como claramente lo muestra el Apóstol. Comienza diciendo que “el Espíritu Santo ayuda a nuestra debilidad”; y luego añade: “Porque no sabemos qué pedir para orar como conviene” y todo lo demás. De este Espíritu dice en otra parte con mayor claridad: “No habéis recibido el espíritu de servidumbre para recaer nuevamente en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción de hijos, en el que clamamos: ¡Abba!, ¡Padre!” Ves que aquí no dice que el Espíritu mismo clame orando, sino que en Él clamamos: “¡Abba!, ¡Padre!”  Y sin embargo en otro lugar dice: “Porque sois hijos, envió Dios a vuestro corazón el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba!, ¡Padre!”. Aquí no dice “en el cual clamamos”, sino que prefirió decir que el Espíritu Santo clama, porque hace que clamemos. Así se dice: “El mismo Espíritu interpela con gemidos inenarrables”, y también: “Es el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros”.
 
18. Como nadie posee la recta sabiduría, el recto entendimiento, ni el recto consejo, la recta fortaleza, nadie es piadoso con ciencia o sabio con piedad, nadie teme a Dios con temor casto si no recibe el “espíritu de sabiduría y entendimiento, de consejo y fortaleza, de ciencia, piedad y temor de Dios”; como nadie tiene valor verdadero, caridad sincera, continencia religiosa, sino por “el espíritu de valor, caridad y continencia”; del mismo modo, sin el espíritu de fe nadie creerá rectamente y sin el espíritu de oración nadie orará saludablemente. No es que sean tantos los espíritus, sino que “todas estas cosas las obra un mismo Espíritu, que reparte sus dones a cada uno como quiere, porque el Espíritu sopla donde quiere”. Pero hemos de confesar que ayuda de un modo a aquellos en quienes aún no habita y de otro a aquellos en quienes habita. Cuando todavía no habita, los ayuda para que sean fieles; cuando habita, ayuda a los que ya son fieles" (S. Agustín, carta 194).