Quien crea que una morsa es un tigre de dientes de sable que se enamoró de mar creerá también que un fundamentalista islámico es un buen hombre con tendencias suicidas. Sólo un ingenuo, o un avieso, pueden enmarcar el atentado en la Catedral copta de El Cairo en el ámbito psiquiátrico. Quienes lo han perpetrado no precisan una lobotomía porque tienen en perfecto estado el uso de razón. Como lo tienen los que en otras partes del mundo originan matanzas religiosas en los que ellos se llevan la peor parte. Hay que aclarar que si el fundamentalista convierte su propio cuerpo en paquete bomba no es porque tenga ganas de morir, sino porque no le queda otra: para rematar el córner hay que subir al área chica.
Aunque las masacres sólo se llevan a cabo en nombre del islamismo, el laicista occidental se resiste a dejar de utilizar el concepto guerra de religiones, de modo que enturbia el debate al aludir a la inquisición con el único propósito de confundir al que no sabe. Su objetivo es demostrar que todas son lo mismo y actúan de la misma manera. Al laicista le debe de parecer un dato sin importancia que los autos de fe dejaran de celebrarse hace más de dos siglos, por lo que, en cierto modo, incluye entre las víctimas del reciente acto terrorista a Galileo.
El laicista sabe, empero, que si todas las religiones fueran lo mismo el islamista radical pondría la otra mejilla en lugar de partirle la cara al cristiano. Sabe que si fueran lo mismo las mujeres que accedieran a la plaza de San Pedro en manga corta serían tachadas por el clero de descocadas. Y sabe que mientras el catolicismo evangeliza, el islamismo se expande por la fuerza. Pues a pesar de todo lo que sabe, el laicista achaca todavía a la guerra de Irak el auge del terrorismo islámico. Lo que viene a ser como responsabilizar al huevo de Colón de la victoria de Maduro.