Alguien que define a Dios como significante en disputa cómo no va a calificar a sus señorías de delincuentes en potencia. Si para Pablo Iglesias Dios no es bondad es normal que crea que Rajoy es El Vaquilla antes de su primer robo y Rivera el Dioni antes de su primer furgón. Y puesto que él también es diputado es de prever que se considere a sí mismo Curro Jiménez y otorgue a Errejón el papel del Estudiante.  
Iglesias, con su discurso de buenos y malos, se dirige al votante maniqueo, ese que dirime hoy sus disputas ideológicas en Twitter como antes lo hacía en la taberna, pero sin un par de tintos de más. La España de la redes sociales no necesita pasarse de rondas para partirse la cara, lo que impide que el amigo abstemio medie en la disputa para mandar a uno a casa y al otro a la ducha. Por la cuenta que le trae, el amigo abstemio, el de centro, prefiere hoy no mediar para que no le llamen neoliberal o estalinista en Facebook.    
El éxito del mensaje de Iglesias radica en su sentido de la oportunidad. El dirigente de Podemos ha sabido avivar el malestar de la ciudadanía, cansada de citas electorales, crisis económicas y tertulias de parte. La falta de gobierno ha fomentado el descreimiento de la sociedad. Lo que es una razón de más para creer en Dios. En el paraíso no es necesaria la diputación permanente: la Santísima Trinidad garantiza que desde el Viernes Santo al Domingo de Resurrección no haya en el cielo vacío de poder.