38 seminaristas y 3 diáconos arrodillados en el centro de una plazoleta, rezando al Soberano de la Creación por nuestras almas y por nuestro país que temblaba con violencia. Es así como viví el terremoto de 7,8 en Ecuador… concretamente en el Seminario San Pedro de Portoviejo. No les mentiré, tuve miedo, y viendo alrededor, tanto mis hermanos seminaristas como yo, nos dimos cuenta que en ese momento no teníamos más familia que a nosotros mismos, así que nos abrazamos y arrodillados nos mantuvimos en oración mientras temblaba la tierra y se escuchaban gritos y destrucción.

Creo que esta es la primera cosa que nos deja como enseñanza una catástrofe de esta magnitud. Una realidad que el soberbio comprende a la fuerza y que el humilde tiene presente todos los días y a cada segundo. Esta es una verdad mis hermanos, la muerte nos llegará a todos tarde o temprano, y tanto el ateo como el creyente, hemos de comparecer ante el Señor como Juez Justo y Misericordioso. Que el nerviosismo o el miedo no nos arrebaten la consciencia de que nuestra única esperanza y roca firme es el amor de Dios.

No es lo ideal, pero verdaderamente espero que después de todo esto, las filas de los confesionarios se engrosen, que al final sea por temor o por amor, tendremos que reconocer que nuestra vida no depende de nosotros, y más aún, que hay situaciones que se escapan de nuestro control, de nuestras tecnologías, de nuestros cálculos y previsiones. ¡Necio es el hombre o la mujer, que después de una situación así, sigue en su necedad de pensar que no tiene nada de qué arrepentirse o pecado que confesar! O como mejor lo expresa san Juan en su Carta: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros”[1]

Algo que jamás podré comprender, es cómo es posible que existan católicos que son conscientes de la necesidad de mantenerse en un estado de gracia, de la verdad ineludible de que el alma que muere en pecado mortal se condena a sí misma por haber rechazado la gracia y el perdón de Dios… y aún así, van por la vida tranquilos, como si tuviesen asegurada la confesión en el lecho de su muerte, o como si hubiesen tenido alguna revelación privada que les asegura que tendrán el tiempo exacto para hacer un acto de contrición perfecta (cosa por demás muy difícil, dado nuestros corazones tan duros e insensibles)

No mis hermanos, no permitamos que pase un día sin que vivamos ese estado de gracia que nos permite estar siempre preparados para encontrarnos con el Creador en cualquier momento. Realmente me desconcierta, porque después del terremoto, la gente tiene maletas listas en lugares visibles de la casa – por cualquier emergencia dicen – con una desesperación por salvar la vida de este mundo, pero sin tener esa misma urgencia por la vida del espíritu, que a diferencia de la vida de este mundo, es eterna. Somos tan dados a calcular y prever los peligros que ponen en riesgo esta vida, pero solemos ser un poco torpes para prever la salud de nuestra alma. Esto es lo que yo llamo, la más grande de las incoherencias.

Es inevitable el dolor, más que inevitable, hemos de abrazarlo como Cristo abrazó y besó la Cruz. Es muy típico de estos momentos, toparnos con católicos medio budistas, que gustan de huir de la realidad o evadir el dolor buscando realidades paralelas a través de meditaciones o ejercicios de no sé qué, para buscar una falsa paz que no tiene nada que ver con la verdadera paz que nos da Jesucristo Resucitado. No somos masoquistas y tampoco huimos de la realidad, sencillamente aquél dolor que se nos ofrece como consecuencia de este mundo herido por el pecado, hemos de aceptarlo con valentía y amor cristiano. No cedamos a filosofías extrañas y llamativas, que pretenden ofrecernos una pseudo-felicidad terrena, cuando sabemos claramente que nuestra Patria definitiva no es ésta, sino aquella que nos ha prometido Nuestro Señor y Salvador en el Reino de los Cielos.

Por otro lado, me llena el corazón de esperanza, al ver cómo tanta gente se ha solidarizado con los hermanos que sufren. Gente que ha dado lo poco que tiene para ayudar al que lo ha perdido todo. Las palabras no bastarán para explicarles cómo la presencia de Dios se hace visible en estos buenos samaritanos, que han aprendido a ver en el hermano que sufre a Jesucristo, que se ha quedado sin casa, sin comida, sin ropa con qué cubrirse… ¡Esto es a lo que se refiere el Evangelio cuando dice que somos luz del mundo!

Dios nos dé la gracia y la fuerza para mantenernos en pie en estos momentos difíciles que mi país está atravesando, y a su vez, conceda la gracia de la generosidad en el corazón de aquellos que pueden ayudar, con oración, con su tiempo o con sus recursos. Dios no se deja ganar en generosidad. Que Dios les pague.



[1] 1 Juan 1, 8