Esta semana estuve en Málaga dando una conferencia sobre las distintas respuestas a la crisis ambiental, tomando como eje la encíclica del Papa Laudato si. Se dirigía a alumnos de la facultad de educación que están estudiando magisterio con opción a la enseñanza de religión. El debate me resultó muy interesante, mostrando la inquietud que la gente joven tiene ante las cuestiones ambientales. Me dio que pensar algunas de las preguntas sobre cómo podría abordarse el cambio de hábitos que lleva consigo la "conversión ecológica" a la que nos anima el Papa Francisco, en la línea de lo que ya habían propuesto S. Juan Pablo II y Benedicto XVI.
¿Hasta qué punto es posible cambiar de formas de vida? ¿En qué medida estamos atrapados en nuestros propios hábitos, en nuestras costumbre, modos de hacer, que impiden abordar otras metas? Me decía un buen amigo que la gente no cambia, sólo mejora (o empeora). Nuestro carácter es fruto de muchos años de tomar decisiones, de contrastar valores con conducta. ¿Es posible la conversión? ¿Podemos dejar de lado una trayectoria para orientar nuestra vida por otra senda? ¿Qué requiere un cambio tan radical? Entiendo que no basta con que alguien nos muestre la conveniencia, es necesario algo de mucho más impacto, quizá una experiencia inaudita, una enfermedad, una contrariedad grave, una alegría inusitada, una persona excepcional... ¿Qué nos permite dejar de lado conductas que nosotros mismos consideramos inadecuadas? ¿Cómo remontar el peso de nuestra propia mediocridad?
No tengo las respuestas, pero entiendo que la conversión, ecológica o de cualquier otro tipo, es una confluencia de muchas cosas: experiencia vital, convencimiento, valor percibido, ideal propuesto... Cambiar de rumbo, dejar de lado lo que venimos haciendo y empezar otra cosa, es consecuencia de una idea clara, una voluntad decidida y una empatía exigente. Empezar de nuevo, cambiar el paradigma, hacernos mejores.