Hace ahora dos años se anunció un acuerdo, algunas de cuyas cláusulas permanecen secretas, entre el Vaticano y el régimen comunista chino. Un cambio sustancial por parte del Vaticano que, argumentaban desde la curia, se abría así a un diálogo con China con el fin de conseguir dos objetivos: unificar la Iglesia clandestina con la patriótica, controlada esta última por el régimen comunista chino, y llegar a un acuerdo de procedimiento para poder nombrar nuevos obispos (para ello, fueron reconocidos, como paso previo ocho obispos “patrióticos” nombrados por el régimen comunista) y así normalizar la vida de la Iglesia en China.

Tras dos años y cuando se anuncia que la intención católica de renovarlo, es necesario analizar si los objetivos del mismo han sido alcanzados.

Dos años después de que en teoría la Iglesia clandestina haya desaparecido para integrarse con la Patriótica, lo cierto es que numerosos fieles, sacerdotes y obispos se niegan a hacer los trámites para formar parte de la Asociación Católica Patriótica China. ¿El motivo? Su rechazo a firmar el compromiso hacia el régimen comunista y su ideología que son requeridos para entrar a formar parte de la misma. Los funcionarios chinos han tomado todo tipo de represalias, amenazándoles, clausurando iglesias, desalojándolos de sus casas o arrestándolos. Algo no muy diferente de lo que hacían en el pasado, solamente que esta vez con el silencio de Roma.

El otro objetivo del acuerdo, normalizar el nombramiento de obispos, a pesar del inicial y espectacular gesto de aceptación de obispos patrióticos (que en muchas ocasiones fue acompañado por el cese del obispo fiel a Roma en el lugar, quien tras sufrir dura persecución veía ahora cómo su grey era entregada al obispo nombrado por el régimen), no ha conseguido tampoco avances. De hecho, 52 diócesis se encuentran actualmente sin obispo y el Partido Comunista Chino solamente ha aceptado a cinco obispos, que por otra parte superan con creces la edad canónica de jubilación. Al parecer los enormes esfuerzos para elaborar listas consensuadas de candidatos aceptables para ambas partes se pierden en las constantes dilaciones y el silencio final de Pequín.

A todo ello se une la crisis de Hong Kong, donde los católicos están jugando un destacado papel en el intento de preservar algo de la libertad que caracterizaba a la antigua colonia británica, mientras contemplan cómo su sede episcopal espera un nombramiento desde hace más de año y medio. Mientras tanto, el gobierno chino continúa su campaña de sinización, alterando las Sagradas Escrituras en aquello que considera que contradice su ideología, derruyendo iglesias y cruces, poniendo como condición para recibir ayudas del Estado la sustitución de imágenes cristianas por retratos del presidente Xi Jinping y limitando la catequesis ofrecida por las parroquias católicas, incluso las “patrióticas”. Al menos no se ha llegado al grado de represión que sufren los musulmanes uigures, donde cientos de miles (se estima que hasta 1,8 millones) son recluidos en los 1.300 campos de trabajo existentes en Xinjiang y se les impone una salvaje política de natalidad, llegando a los abortos forzados, destinada a reducir drásticamente su número. Y todo ello en medio del silencio generalizado.

Respondiendo a la cuestión planteada, resulta obvio que los objetivos que el Vaticano esperaba obtener del acuerdo con China no se han alcanzado y éste puede calificarse de fracasado desde el punto de vista católico. El mismo cardenal Parolin, impulsor del acuerdo, ha calificado sus resultados como «no particularmente excitantes». No ocurre lo mismo desde la perspectiva del régimen comunista chino, que ha avanzado sustancialmente en el control y sometimiento de la Iglesia católica en aquel país.