Un amigo mío que peregrinó recientemente a Tierra Santa me trajo un recuerdo bastante singular: un marca páginas plastificado para libros que, en su interior, contenía varias semillas del árbol de la mostaza. Nunca había visto una de ellas, y les confieso que entonces me sorprendió aún más lo que Cristo espetó a sus discípulos en el Evangelio que leeremos en la misa de mañana: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y transplántate en el mar”, y os obedecería». Si es verdad que nuestra fe es más pequeña que una de esas diminutas semillas –apenas llegan al tamaño de cualquier punto o tilde que vea en esta web–, conviene plantearse qué peso tiene Dios en mi vida. Porque si Cristo es alguien de quien me acuerdo durante media hora mal llevada los domingos, o si es un ligero barniz que a duras penas cubre mi vida, o si es un ser abstracto a quien rezo sólo cuando tengo necesidad o al que reprocho cuando las cosas no me salen como esperaba, entonces, desde luego, mi fe anda más bien raquítica. Y se nota en muchos católicos quienes, tal vez, cumplen unos ritos, siguen unas normas, van los domingos a misa, pero la fe apenas aporta algo de calor en sus vidas. Suelen repetir frases como «no hay que ser exagerados», «primero va la obligación y después la devoción», o la favorita de muchos políticos: «Hay que dejarse las convicciones religiosas en casa». Apenas tienen tiempo para Dios; bufan si el sacerdote se alarga unos minutos de más en misa; no forman a sus hijos en la fe, porque «para eso les mando a un colegio de monjas», y eso de rezar o de frecuentar la iglesia se les antoja un tostón. Y Cristo, mientras, sigue buscando corazones en donde plantar sus semillas. Álex Navajas