A Don Juan Carlos, cuando rey, se le notaban las ganas de saltarse el protocolo, ese inhibidor de la espontaneidad, sin la cual Ricky Rubio sería Corbalán en lugar de lo que es: la versión definitiva de Carmelo Cabrera. Si se le notaba es porque no se lo saltaba, de modo que, lo quisiera o no, aplicaba el despotismo ilustrado en el ámbito de la efusividad: todo el afecto para el pueblo, pero lejos del pueblo. Nada que ver con Francisco, quien al vivir de manera continua en la espontaneidad es a ella a la que se salta las pocas veces que sigue el orden del día.
El protocolo, que impide a políticos y prebostes echar una partida o pedir chinchón, no casa bien con un Papa que sin previo aviso se ha dejado caer por un poblado chabolista de inmigrantes de las afueras de Roma, quienes ante la buena sorpresa pusieron cara de cena de Navidad, que es la que se les ha quedado. No es cierto pues que la alegría dure poco en casa del pobre. Sobre todo si al pobre lo abandera un pontífice como Francisco, al que creo capaz de ceder a una embarazada su asiento en la audiencia general de los miércoles. Digo más: raro será que un día de estos, de camino a Castelgandolfo, no monte a un autoestopista en el papamóvil.