Mi hija María es agotadora. Y también es un cielo, y es cariñosísima, y es buena, y dulce, y generosa, y obediente, y le encanta ayudar en casa. Pero, además de todo eso, es agotadoooooora.

Pues bien, las pasadas Navidades, hubo uno de esos días en que te levantas por la mañana y no hay nada en la nevera, ni en el congelador, ni en la despensa; ni tampoco queda pasta de dientes, ni champú... uno de esos días en que sabes que, cuando vuelvas de hacer la compra, parecerá que la compra te ha comido a ti. Así que decidí irme sola a recorrerme el supermercado de punta a punta para armarme de provisiones para toda la familia. La idea inicial era dejar a las cuatro fieras con mi marido en casa, pero, para no enmarronarle excesivamente -y con ese único objetivo- decidí preguntarle a la mayor, a María, ´la agotadora´, si le apetecía venirse conmigo. "¡Síiiiiii!", respondió entusiasmada. Y tardó tres segundos en ponerse los zapatos, la chaqueta y correr hacia la puerta a esperarme (cosa que tuvo que hacer durante unos diez minutos: aproximadamente el tiempo que su madre tarda en salir desde que dice que va a salir, haciendo honor a los estereotipos de su sexo).

Así pues, mi pequeña inquieta y yo nos metemos en el coche dispuestas a pasar una larga tarde arrastrando un carro de la compra. Y eso hacemos. Bueno, mejor dicho, hago. María va sentadita en el asiento del carro, y vamos charlando y comentando lo que vamos comprando. Le cuento que hay oferta 3x2 en varios productos del mismo fabricante, y le encargo que se fije a ver si encuentra uno de ellos en uno de los pasillos.

-"Allí, mamá, allí".

-"¡Guay! ¡Qué rápida! Ya tenemos el jabón del lavaplatos y el de la lavadora. Nos falta la lejía. ¿Me ayudas otra vez?". Confieso que no le doy ninguna importancia ni al plan, ni a la conversación; voy demasiado concentrada en no olvidarme de nada...

Sin embargo, tardo varios días en darme cuenta de que para ella ha sido mucho más que una tarde cualquiera yendo a hacer la compra con su madre: de pronto, unos días después de la ´aventura´, saco el cubo de la fregona. ¡Un cubo de la fregona! Y oigo a mi hija mayor gritando emocionada, como si fuera la primera vez que ve una: "¡Mira, Susi, mira!". La observo atónita y me giro por si hay algo a mi espalda en lo que yo no haya reparado. Nada. Solo la fregona. Y, entonces, revela el motivo de su entusiasmo: "¡¡¡esa fregona la fui a comprar yo con mamá!!!" Me mira con la seriedad de quién declara ante un tribunal y pregunta, buscando mi ratificación: "¿verdad que sí, mami?". Sigo de piedra. Sonrío y me apresuro en contestar: "¡sí! Fuimos María y yo, Susi, ¿te acuerdas? El día que tú te quedaste jugando con papá y los hermanitos". Susana, que es la niña más simple (en el buen sentido de la palabra) que existe, sonríe a su hermana y le da una muñeca a su hermana con la intención de seguir con el juego.

Pero la historia no acaba allí. Otro día, saco uno de los tubos de pasta que compré también el día D, y María vuelve a reaccionar exactamente igual, contándole a su hermana con cara de haber visto una aparición que eso también lo compró conmigo. Y, como esta, se han repetido varias ocasiones más en que mi pequeña, encandilada, recordaba alguna situación vivida en ese día que, sin que yo me diera ni cuenta, fue para ella tan importante. Entonces, gracias a esa inopinada salida madre-hija, me he dado cuenta de lo importante que es, en las familias con muchos niños, que cada uno tenga su lugar, su espacio, su momentánea exclusividad. Porque, si bien es cierto que el mejor regalo que podemos darles a nuestros hijos son sus hermanos; también es importante recordar que cada hijo, por muchos que tengamos, es único, individual, y así debemos hacérselo notar y sentir cada día, pero también de forma especial de vez en cuando, dándole un tiempo de nuestra exclusividad que ellos, -aunque yo no lo había pensado nunca-, tanto valoran.