Muchos de nosotros conocemos la imagen que abre esta entrada. Quien no haya visto esta obra en su ubicación en la basílica de San Pedro, seguramente la habrá visto en fotografía. Con la Bóveda de la Capilla Sixtina y el David que se conserva en Florencia, la Piedad es probablemente la obra más conocida de Miguel Angel.

Cuando sus contemporáneos le expresaron su perplejidad por la juventud del rostro de la Virgen, el artista respondió: “¿No sabéis, pues, que las mujeres castas se mantienen más jóvenes que las no castas? Pues ¡cuánto más una virgen en la que nunca el más mínimo deseo lascivo apareció para alterar ese cuerpo! Diré más, que dicha frescura y flor de juventud, además de mantenerse por una vía natural en ella, es creíble también que fuera ayudada por obra divina para que el mundo comprobara la virginidad y pureza perpetuas de la Madre”.

Observemos la imagen. Es una composición piramidal, cuya cima es la cabeza de la Virgen, que luego se va ensanchando hasta abarcar el cuerpo de la Madre y el cuerpo inerme de Cristo. En la figura de María vemos plasmada toda la ternura y entrega de una madre, que con su gesto está expresando un segundo “Fiat” a Dios, mostrando su Hijo al mundo para que veamos con los ojos lo que con la fe no hemos visto. El cuerpo cubierto de la Madre con un suntuoso drapeado, más denso en la parte superior y más amplio en la inferior, contrasta con el desnudo del Hijo, abandonado y luminoso. Ya no es sólo la madre que acoge a su Hijo en su seno, que lo abraza como cuando era pequeño: ahora ella es el trono donde descansa su Hijo hasta que resucite. El primer trono, su vientre, lo mantenía escondido al mundo, un mundo que lo esperaba. Este trono ahora está a la vista del mundo, para que todos vean. Y para que luego, cuando ya no esté en el sepulcro, entiendan.


Sigamos observando. Cuerpo y rostro de Madre e Hijo parecen coetáneos, aunque si hacemos un cálculo la Virgen debería estar cerca de los cincuenta años. La respuesta de Miguel Angel a sus contemporáneos hoy puede parecer absurda, pero tiene mucho de verdad. El artista atribuía a la persona que vivía castamente una juventud perenne, no solo porque el vicio y la maldad embrutecen y envejecen al ser humano, sino porque la fe, la mirada que Cristo pone cada día en nosotros renuevan nuestra vida y nuestra mirada al mundo. Cuando nos convertimos, cuando decimos sí a Dios una y otra vez, nuestra vida vuelve a florecer.

Esto lo expresa muy bien la poetisa italiana Ada Negri (18701945), en su poesía “Mi juventud”, que ofrecemos en traducción española a continuación:

MI JUVENTUD

No te he perdido. Has permanecido en el fondo
del ser. Eres tú, mas otra eres:
sin fronda ni flor, sin la luminosa
risa que tenías en ese tiempo que no vuelve,
sin ese canto. Otra eres, más bella.
Amas y no piensas en ser amada: por cada
flor que brota o fruto que madura
o párvulo que nace, al Dios de los campos
y de las estirpes das gracias de corazón.
Año tras año, dentro de ti, cambiaste
rostro y sustancia. Cada dolor más firme
te hizo: a cada huella del paso de los días,
una linfa tuya, oculta y verde, opusiste como remedio.
Ahora miras a la Luz que no engaña: en su espejo
miras la duradera vida. Y has permanecido
como una edad que no tiene nombre: humana
entre las humanas miserias y, a pesar de todo, viva
sólo por Dios y sólo en Él feliz.
Oh juventud sin tiempo, oh esperanza
siempre renovada, yo te encomiendo
a los que vendrán, para que en la tierra
siga floreciendo la primavera y en el cielo
nazcan las estrellas cuando se haya apagado el sol.
 
Cuando miramos “a la Luz que no engaña” permanecemos en “una edad que no tiene nombre”, que no es juventud, no es vejez ni madurez. Al vivir mirando sólo a Dios, incluso en los momentos en que nuestra vida es humanamente mísera, nuestra esperanza se renueva. Imaginémonos un momento a la Virgen, el dolor que debió de sentir a los pies de la Cruz, su corazón destrozado ante la imagen de su Hijo muerto... cada uno de los dolores y vejaciones que sintió su Hijo, los debió de sentir ella, pero más firme la hicieron. Su rostro seguramente cambió, pero su fe, su ser, su SÍ no lo hicieron.


En un mundo donde la carrera es hacia la eterna juventud entendida como rechazo a la vejez y alejamiento de la muerte, el rostro de María es el paradigma de la “juventud sin tiempo”, del rostro iluminado por la fe. Es el reflejo de la mirada de su Hijo sobre nosotros, es esa juventud que permanece “en el fondo del ser” si damos gracias “al Dios de los campos y de las estirpes”, que nos dice: “eres tú, mas otra eres... Más bella”. Belleza reflejo de la Belleza de Otro, que es Absoluto y Verdad, Herida que cambia nuestro corazón, rompe la piedra en que se convierte, lo hace de carne, más humano y más “divino” porque sólo a Él pertenece.

Helena Faccia
elrostrodelresucitado@gmail.com