El mayor don y la mayor responsabilidad que los seres humanos poseemos es la vida. De ella creemos que ha sido dada directamente por Dios a través de nuestros padres; que inicia desde el momento mismo de la fecundación del óvulo por el espermatozoide y que tiene su término físico con la muerte natural de la persona. La apreciamos, la valoramos y muchas veces quisiéramos tener la posibilidad de estirarla lo más posible para poder vivirla prolongadamente sobre la tierra. Nos cuesta trabajo comprender que muchas de nuestras aspiraciones se vean truncadas por la experiencia de la muerte que, aunque tenemos conciencia temprana de ella, nos golpea hasta el sufrimiento, especialmente cuando toca a una persona amada. La lucha contra la enfermedad, el dolor y la vejez se han convertido en una batalla titánica para poder robarle a la muerte unos días o años más que nos permitan poder alcanzar los logros con los que hemos soñado durante años.

En este afán por posponer la muerte lo máximo posible y no aceptar los ciclos de la existencia vida-muerte-como algo natural, los seres humanos nos hemos inventado las formas más extrañas para perpetuarnos en el mundo: la clonación humana, los mausoleos y el embalsamamiento de los cadáveres.

Con la primera de ellas hemos pensado en algo que no ha estado incluso ni siquiera en la cabeza del Creador: hacer dos seres vivos (incluyendo los humanos) exactamente iguales para perpetuar en uno la vida del otro. La originalidad de Dios y de la vida está precisamente en el hecho de que Dios siempre es un creador con innovación y que ha hecho a cada ser humano de manera única e irrepetible; el “molde” con el que nos hizo ha sido destruido para siempre de tal manera que nunca, en la historia de la tierra y de la humanidad, nadie sea igual a nadie. Esa irrepetibilidad es lo que nos hace especiales para Dios y que a cada uno nos identifique con nombre propio. Que el hombre quiera hacer dos de lo que Dios quiso hacer solamente uno es un adefesio de la naturaleza.

En cuanto a lo segundo, los mausoleos, son producto del ínfimo esfuerzo humano por crear artificialmente una obra, que finalmente el tiempo deteriorará, para recordarnos que hubo alguien sobre la tierra que no se conformó que su nombre fuera borrado de la órbita del planeta. Prueba de ellos son las Pirámides de Egipto, el Taj Mahal y muchos otros que encontramos, incluso en nuestros cementerios locales que son muestra de una mente capaz de producir grandes obras pero incapaz de retener a voluntad un solo segundo de vida. Siempre me ha llamado la atención que cuando el hombre se ha querido perpetuar post-mortem, intenta meter lo caduco (el cuerpo humano), en unja gran obra que sea capaz de vencer el tiempo; mientras que Jesús, el Eterno, buscó lo más insignificante, un pedazo de pan, para quedarse con nosotros para siempre. Lo pequeño en lo grande y el Grande en lo pequeño.

Finalmente, el embalsamamiento de los cadáveres es la tercera forma en la que el hombre busca inútilmente marcar historia en la humanidad. El rechazo a la posibilidad de volver el polvo al polvo, de ser presa de la descomposición y comida de gusanos nos ha llevado a pretender detener algo que a todos normalmente debe ocurrirnos: la corrupción del cuerpo. La macabra exhibición de un cuerpo embalsamado, pretendiendo con ella que la vida no se escape, que la historia no nos borre de sus anales o que las generaciones futuras conozcan nuestras facciones o sencillamente seguir ocupando un lugar físico en el mundo es el resultado de no haber conocido o comprendido que la perpetuidad a la que estamos llamados es distinta a la de la simple permanencia en el mundo físico.

Dios ha creado al hombre para la eternidad pero no para la inmortalidad. La inmortalidad es un despropósito de algunos hombres que nos hacen creer que la muerte es un fracaso y una derrota a la vida, que ella no es deseable y que la inmortalidad traería la felicidad a quien la posea (aquí surgen leyendas antiguas como la de “la fuente de la eterna juventud”). Se equivocan quienes así piensan y habría que responderles como Jesús hizo con los hijos de Zebedeo: “No saben lo que piden”.

Los cristianos tenemos la certeza de cuál es nuestro destino, sabemos a lo que estamos llamados, sabemos que la muerte no tiene la última palabra y que no todo termina en las cuatro tablas de un féretro. La vida de los que creemos en Dios no termina, sino que se transforma, la muerte no nos vence pues ella ha sido vencida. No pretendemos inmortalidad ni simple perpetuidad terrena, buscamos que nuestros nombre permanezcan escritos por siempre ante la presencia de Dios. No queremos un mausoleo en la tierra sino un lugar en el corazón del Creador.

Juan Ávila Estrada. Pbro.