Muchos cristianos abrumados y entretenidos por los afanes y preocupaciones de la vida material, se olvidan, ignoran, posponen y hasta desprecian el cultivo de la vida sobrenatural. El pecado mortal, que produce la muerte de la vida divina en las personas, embota de tal modo sus facultades superiores, que les rebaja, incluso, por debajo de los animales. Es el instinto quien se enseñorea del alma, apagando la luz de la razón. Nada, por otra parte, puede suplir a la gracia divina en el hombre, para que éste se comporte como debe correctamente, en todos los aspectos de su vida.

El pecado domina el espíritu y produce frutos de corrupción. El sarmiento separado de la vid, no sirve para nada, sino para tirarlo al fuego y que arda. Tal es el triste destino de aquel que libre, consciente y voluntariamente, se aparta de Dios por el pecado mortal. Para que el bautizado vuelva a adquirir su condición de hijo de Dios, se precisa la conversión, es decir la vuelta a Dios. Dios siempre, de mil modos y maneras, está llamando al hombre a la conversión. Espera que éste recapacite y libremente acepte sus gracia y su perdón.

El cauce normal y ordinario es a través de su Iglesia, quien ejerce el poder de reconciliar a los pecadores, dado por Jesucristo, por el sacramento de la penitencia, confesión o reconciliación. Si bien es cierto que todo tiempo es bueno para reconciliarse con Dios, lo es de un modo especial el tiempo de CUARESMA. “Este es el día del Señor, éste es el tiempo de la misericordia”, nos recuerda a todos nuestra madre la Iglesia. Dado que todos los humanos somos pecadores - necesitados de la gracia y el perdón de Dios- pues el único justo es Jesús-, no deberíamos desaprovechar este tiempo propicio para reconciliarnos con Dios, con su Iglesia, con nosotros mismos y obtener así la paz de nuestra conciencia.

MIGUEL RIVILLA SAN MARTIN