Es curioso: basta que el Papa diga que es anticlerical y que el clericalismo es malo, para que dentro de la Iglesia haya sectores que bullan de clericalismo. Porque eso es, y no sólo la veneración inmadura a los curas, ocuparse casi en exclusiva del politiqueo eclesio-episcopal, más que de lo central en la Iglesia, que es la evangelización.

 

Pues bien, me llama la atención la cantidad de clericalismo que destilan estos días, y a partes iguales, los que se dicen más fieles partidarios de Francisco y los más críticos con el nuevo Papa. Con un tema común para ambos: la posible comunión a los divorciados vueltos a casar.

 

Unos, los recelosos, están ya dando por hecho que el Santo Padre va a ponerse el Magisterio por montera, le va a pegar una patada a los sacramentos instituidos por Cristo y va a mostrar a las claras su herejía masónica. Por eso ya avisan, o más bien amenazan: ellos, los verdaderos adalides de la ortodoxia, los más fieles a Cristo y al Evangelio, los más santos entre los santos, se sumarán gustosos a un cisma eclesial. Porque los sacramentos sólo pueden recibirlos quienes se los merecen... y ellos se los merecen. La gracia y la misericordia son inventos postconciliares, como el Cumbayá. Éstos se tienen por salvadores de la Iglesia, por los profetas redivivos que anuncian el fin de la historia y el cumplimiento de las visiones de Nostradamus, san Malaquías, Conchita de Garabandal y una tal Mary de la Divina Misericordia, que profetiza desde el anonimato porque se lo pide la Virgen sentada en un platillo volante mientras le prepara un café con churros. A mí me recuerdan a los albigenses, pero en lugar de reunirse en un castillo de la Francia medieval, se juntan en grupos de Facebook y en blogs que le ponen ojitos golosones a Torquemada. En el mejor de los casos son, en mi imbécil opinión –definición que me aplicó uno de ellos en una discusión por redes sociales– pelagianos y nostálgicos de un régimen de cristiandad felizmente extinto, que conceden a la política categorías salvíficas y mesiánicas. En ocasiones, tienen más de franquistas, sedevacantistas, lefebvrianos o pirados (o todo junto) que de católicos.

 

Los otros son también nostálgicos, pero de aquel movimiento que confundió el Vaticano II con una junta de estudiantes de La Sorbona en mayo del 68. Jamás citan la letra de los documentos conciliares, pero invocan al “espíritu del Concilio” como si fuese un totem arapahoe; hablan de Jesús como alg(o)uien ajeno a Cristo; y se les llena la boca al hablar del Pueblo de Dios pero se les pega la lengua al paladar si pronuncian la expresión Cuerpo Místico. Son esos que tachan las palabras caridad y fraternidad para escribir generosidad y solidaridad; esos que predican la libertad, pero no la virtud; la sencillez (ejem), pero no la obediencia; la conciencia, pero no la autoridad; que confunden misericordia con buen rollo. Y que saben que Dios es siempre bueno…, menos con los obispos, que merecen la hoguera eterna. Por eso dicen que a los que nos gustaba Benedicto XVI y ahora nos gusta Francisco somos unos chatequeros que andamos descolocados y mordiéndonos las uñas. Ahora, le piden al Papa que no sólo no les señale el camino para salir de su conducta relajada en lo que afecta al matrimonio, la sexualidad, el divorcio o la comunión, sino que Francisco les cante el Hakuna Matata mientras decreta con infalibilidad que ellos tienen la razón y Ratzinger y Wojtyla estaban equivocados. O sea, que monte un cisma, aunque ellos se quedan con él, que es la Iglesia democrática elegida por Crist…, digo… por el Jesús de los pobres, o por… bueno, da igual, ellos se quedan con él a ver si por fin nombra cardenal a una mujer y luego, a ellos.

 

Unos y otros dan tanto juego que quizá dedique otros posts a sus desvaríos. De momento, estas líneas me valen para apostar 500 gramos de jamón de jabugo a que el Santo Padre NO va a tocar lo esencial de la comunión a los divorciados. Sobran, por tanto, sus amenazas y sus ensoñaciones. Y repito una vez más que el mejor antídoto para sus desvaríos es leer y escuchar lo que dice el Papa (y no lo que uno quiere entender) a la luz del Magisterio y de la hermenéutica de la continuidad, y sobre todo, leer el Evangelio, tener trato con Cristo a través de los sacramentos, la Palabra y la caridad, y centrarnos en lo importante: e-van-ge-li-zar explítica e implícitamente, de obra y de palabra, empezando por nuestra familia, amigos, compañeros y entorno más cercano.

¿El resto? Clericalismo puro y duro, oiga.

 

José Antonio Méndez