En los dos artículos anteriores hemos vislumbrado cómo era Jesús nuestro amigo, y ha surgido en nosotros la admiración: decimos ¡qué hombre más extraordinario!; sin embargo, para conocer el gran secreto de Jesús, hay que dar un salto cualitativo; hay que dar el salto a lo que llamamos fe; hemos visto cómo era Jesús, pero ¿QUIÉN ERA? Sencillamente, era el HIJO DE DIOS, Dios como el Padre y como el Espíritu Santo. Creemos en un solo Dios trino en personas. Y esto sólo lo podemos conocer por fe.

Sólo aceptando esta manifestación que Jesús hace de su propia personalidad, es decir, desde la fe en Él y en su palabra, es desde donde se puede ver la unidad del Cristo hombre y del Cristo Dios, la unidad de su encarnación, vida, muerte y resurrección. Y digo que solamente desde la fe, porque sólo desde ella se puede ver la unidad que hay en Jesús entre su humanidad y su divinidad. Si no hay fe, se podrá ver en Él un hombre muy extraordinario, pero nada más; su figura podrá producir admiración, pero nada más. Y podrá ser considerado como el hombre más admirable de la Historia, pero nada más. No es a esto, ni mucho menos, a lo que vino Jesús. Él insiste en que está dando un testimonio, en que sus obras dan testimonio de Él, en que su Padre da testimonio también de Él y dice que «todo el que es de la verdad oye mi voz» (Jn. 18, 37).

Es la realidad de su divinidad y de su misión como hombre-Dios lo que está siempre presente en su vida y en sus obras. Y como esta realidad rompe todos los esquemas en que nos movemos en nues­tra vida, y es realidad única en la historia, por muy razonable que pueda verse, hay que dar lo que hemos llamado el salto de la fe. Y este salto es el mismo para los que convivieron con Él que para nosotros. Sólo por la fe conocemos la divinidad de Jesús. Recordemos aquel pasaje en que Jesús pregunta a sus apóstoles: « Y vosotros ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro contestó: « Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo ». Replicando Jesús le dijo: « Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt. 16, 1517). El decir convencidos: Tú eres el hijo de Dios, es una revelación del Padre. En aceptarlo consiste el dar el salto a la fe.

Su divinidad explica y da unidad a su extraordinaria perfección humana. Su humanidad es como un camino que conduce al santua­rio de su divinidad. Cuando uno descubre el santuario, se explica el por qué del camino. Cuando uno descubre su divinidad es cuan­do empieza a comprender la vida y la historia de Jesús. El mismo Jesús es camino y es santuario; camino visible y santuario invisible, pero reales uno y otro. Aunque el uno sea perceptible en los niveles huma­nos y el otro sólo pueda serlo desde la fe. Si al Jesús histórico se le desconecta del Cristo de la fe, se le falsifica y se le priva de su propia significación testimonial.

Y no es que para la confesión de su divinidad haya que cono­cer previamente toda la realidad de su vida como una demostra­ción científica que desemboca en una conclusión. No. Aquí no tiene nada que ver la ciencia. Cualquier detalle puede bastar, porque es la revelación del Padre lo que ci­menta nuestra fe. Hay muchas personas analfabetas o con poca cultura, pero con una fe, como diría el Señor, capaz de mover montañas; y grandes científicos sin fe o con una fe pequeña como un granito de mostaza.

La fe es algo que nos viene como regalo de Dios. De lo contrario, ¿cómo se pueden comprender ciertas reacciones de algunos que presenciaron la muerte de Jesús?

Humanamente hablando, Jesús era un derrotado, un humillado, un ven­cido. Allí estaba clavado en una cruz; sus enemigos se habían estado burlando. Le habían vencido. El que se creía el Mesías había muerto en una cruz: «Si eres Hijo de Dios, sálvate y baja de la cruz» (Mt. 27, 40); «ha salvado a otros y él no se puede salvar» (Mt. 27, 42). «También los soldados se acercaban para burlarse de él y le ofrecían vinagre diciendo: Si eres tú el rey de los judíos, sálvate» (Lc. 23, 37). Éste era el ambiente que se respiraba junto a la cruz de Jesús.

¿Qué lógica humana puede hacer comprensible que quien esta­ba crucificado con Él y que «también lo insultaba» (Mc. 15, 32) cambiase de actitud y, después de increpar a su compañero, dijese: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino» (Le. 23, 42)? ¿Nos imaginamos la escena? Se lo reveló el Padre. Pero ¿cuál sería el punto de conexión entre la revelación del Padre y el testimonio de Jesús? No sé; pero incluso en la cruz había en Él un señorío, una digni­dad, una elegancia incluso en el dolor y en la humillación, que llama la atención; este seño­río estaba proclamando que allí había algo más que un hombre.

Algo parecido le sucedió al centurión cuando, al ver que había expirado ya, dijo: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (Mc. 15, 39).

Lo mismo sucedió a la gente cuando se volvían a casa, una vez muerto Jesús: "Y todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho" (Lc. 23, 48).

Por eso, quienes hemos recibido y acogido el don de la fe, al mismo tiempo que le damos gracias por el regalo de la fe, dirigiéndonos a Jesús, le decimos: JESÚS, CREEMOS QUE ERES NUESTRO DIOS Y SEÑOR.

José Gea