Continuando la exposición del artículo anterior, vemos que hay Alguien en quien Jesús confía plenamente y a quien obedece: El Padre. Estar con el Padre es lo suyo; pendiente siempre del Padre, en diálogo permanente con Él. Pasa noches en oración. Y lo que le tira, es cumplir con su voluntad. Ha dicho con total confianza: "Y el que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él. »" (Jn. 8, 29). La confianza se traduce en obediencia. Le dice al Padre en la oración del huerto: "Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú". (Mt. 26, 39).

Pobre: La pobreza es fruto de la confianza; el sermón de las bienaventuranzas es un canto a la confianza. No me resisto a poner un pasaje muy bonito de dicho sermón, cuando habla de los pajaritos del cielo y de las flores del campo, aunque sea un poquito largo: “Por eso os digo: No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? Por lo demás, ¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura" (Mt. 6, 25-33).

Amigo de los pequeños: Me lo quiero imaginar con un grupo de niños charlando con ellos. Me lo quiero imaginar, pero no puedo; no sé por dónde empezar a pensar. Alude con frecuencia a los niños; son el candor que Dios ha puesto en este mundo en pecado. Ellos son los inocentes, los que aceptan lo que se les dice. Ante este candor e inocencia de los niños, comprende uno las palabras, quizá las más duras que pronunció Jesús: "Dijo a sus discípulos: « Es imposible que no vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen! Más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino y sea arrojado al mar, que escandalizar a uno de estos pequeños" (Lc. 17, 1-2). Y sus palabras, quizá también sus más bonitas, son dedicadas a los niños y a los pequeños de este mundo. Escuchemos algunas de ellas:

"En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: « Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños" (Mt. 11, 25).

"Él llamó a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: « Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos" (Mt. 18, 2-4).

Dijo también: "Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos. »" (Mt. 19, 14).

Acepta el abandono del Padre: "Clamó Jesús con fuerte voz: « ¡Elí, Elí! ¿lamá sabactaní? », esto es: « ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado? »" (Mt. 27, 46).

Y es que Jesús asumió nuestros pecados y quiso expiarlos en propia carne. El pecado es la separación de Dios, y esta separación la ha querido expiar. ¿Cómo? Podríamos decir que, de alguna manera, quiso como sentir la pena merecida por nuestros pecados, que es en lo que consiste el infierno. De ahí esas palabras tan fuertes y tan amargas; pero inmediatamente se pone como siempre, en las manos del Padre; y a continuación, pronuncia otras de confianza plena en el Padre; como siempre: "Jesús, dando un fuerte grito, dijo: « Padre, en tus manos pongo mi espíritu » y, dicho esto, expiró" (Lc. 23, 46).

Así era Jesús, nuestro amigo.

José Gea