A mí, lo de los pitonisos, nigromantes, tarotistas y embaucadores varios que echan las cartas, leen los posos del café y ven el futuro mirándole el culo a una rana, siempre me ha dado bastante lástima. Me indigna sobremanera el morro que le echan, pero me suscita una gran conmiseración ver la cantidad de incautos que se dejan engañar por sus dotes adivinatorias, previo pago de una nada despreciable cantidad de dinero.
 

Lo que pasó tras la renuncia de Benedicto XVI tiene bastante de eso. Desde que el Papa emérito dijo que renunciaba al ministerio petrino, no han faltado listillos que han querido sacar rédito anunciando el final de la Iglesia, la mortal corrupción vaticana, la decadencia de los católicos y etcétera, ante una muchedumbre ávida de cotilleos apocalípticos. ¡Señor, cuánto daño ha hecho El Código da Vinci al sentido común!

Con todo, lo que me parece más preocupante es que muchas personas de buena voluntad, católicos que aman a Dios y aman a la Iglesia, se han dejado impresionar por las supuestas profecías que anunciaban que con el sucesor de Benedicto XVI llegaría el fin de los tiempos.

Aunque es normal que pasen estas cosas. Vivimos en un cambio de época en el que las ideologías y los sistemas políticos, culturales y financieros se derrumban ante nuestros ojos como castillos de cartas. Además, cada día tenemos noticias de guerras, muertes, desastres naturales y enfermedades terribles. Nada nuevo bajo el sol. La Historia y la Sociología enseñan que todos esos desastres siempre se dan allí donde vive el hombre, porque son fruto del pecado, y que con cada cambio de siglo, no digamos de milenio, las profecías apocalípticas se disparan. Recuerden, si no, el Efecto 2000 que provocaría el colapso técnico en el mundo; el cambio climático que inundaría las calles con olas gigantescas, nos achicharraría al sol y traería una glaciación (poco importa que todo eso sea contradictorio); más tarde vinieron las gripes del pollo, del cerdo y de las vacas locas; las inminentes guerras nucleares con Irak, Irán, Afganistán, Corea y Siria; y el acelerador de partículas que hay en Estados Unidos y que podría generar un agujero negro que nos trague a todos y que se produciría justo en el salón de su casa de usted. Lo penúltimo ha sido no sé qué meteorito que pasaba pegadito a la tierra y el final del calendario Maya, que llenó las salas de cine y los periódicos con la expresión “fin del mundo”, y hasta obligó a las autoridades francesas a prohibir el acceso a una montaña en la que miles de personas ¡¡miles de personas!! buscaban refugio ante el advenimiento de la gran desolación. Para valorar a quienes creen que vendrán los ovnis desde Raticulín para meter a unos cuantos elegidos en su nave, me quedo con una frase que le oí a mi amigo Jaime López Peñalba: “Si existieran los extraterrestres, habría que evangelizarlos; pero ahora a los que hay que evangelizar es a los que creen en los extraterrestres”.

Insisto en que es normal: son cosas del demonio, que se empeña en robarnos la esperanza, en engañarnos, en hacer que nos miremos el ombligo y nos apeguemos a nuestras seguridades materiales. Así que cuando Benedicto XVI dijo que se iba, llegaron los de siempre, los golfos embaucadores y los ciegos que quieren guiar a otros ciegos, sacaron unas supuestas profecías de san Malaquías (que se escribieron 450 años después de que muriese san Malaquías, a quien la Iglesia reconoció la santidad pero jamás dones proféticos, porque no los tenía) y dijeron que hasta aquí habíamos llegado, que el cónclave lo ganaría un Papa negro (como si fuese una competición), que sería el antiPapa y que después todo sería de color rojo azufre. Las quinielas de los supuestos vaticanistas, las manipulaciones del Vatileaks, y las presiones mediáticas pusieron la música de fondo a esta tragicomedia, que daría risa si no diese tanta pena.

Y en estas llegó el Papa Francisco, salió al balcón del Vaticano, dijo “Buenas tardes”, rezó el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria ante una audiencia de millones de personas de todo el mundo, pidió que rezásemos por él… y las especulaciones se volatilizaron por su propia inconsistencia.

Ahora, el demonio vuelve a la carga. Intenta que etiquetemos al Papa para “neutralizarlo”: unos juran que es progre, otros que, en el fondo, es un carca. Pocos dicen que es, simplemente, católico, o sea, libre, con la libertad de quien vive para Dios. También intenta Satanás que lo comparemos con Juan Pablo II o con Benedicto XVI, para mérito o demérito de alguno de los tres Pontífices: ¿Quién fue mejor, Pedro, Santiago o Juan? ¿Andrés, Felipe o Bartolomé? ¿San Ignacio, san Francisco o san Bernardo? ¿Teresa de Jesús, Teresita de Lisieux o Teresa de Calcuta? ¿Elías, Isaías o Ezequiel? ¿Es mejor Cursillos de Cristiandad, el Camino Neocatecumenal o el Opus Dei? Pues eso.

Hoy el Espíritu envía a este Papa porque nos ha allanado el terreno con los otros dos. Francisco es un eslabón más en la cadena que nos une al cielo. Y si me resulta incómodo y difícil hacerle caso, será porque me pide vivir el Evangelio sin rebajas, abrazar sin filtros a Cristo Resucitado. No dejo de dar las gracias al Señor porque nos ha regalado vivir en este momento histórico, duro pero apasionante, en el que nos alientan unos sucesores de Pedro a cuál más santo.

Me temo que seguirán sonando los cantos del demonio, con profecías absurdas sobre el último Papa que incluso podrían parecer verosímiles. Para despistarnos, claro, de los cambios del corazón a los que nos invita el Papa Francisco. Porque, como dijo Benedicto XVI, “la revolución que hoy el mundo necesita, sólo la pueden hacer los santos”.

Por cierto: el único que podía decir cuándo sería el fin del mundo, o sea Jesús, dijo que “nadie sabe el día ni la hora”, no “nadie…, salvo los mayas, san Malaquías, y el tarotista que le mira el culo a la rana”. Porque aquí lo único que importa es lo que importa: “Id, y haced discípulos míos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.

José Antonio Méndez

(Publicado en PROA, boletín del Movimiento de Cursillos de Cristiandad de Madrid)