Esta mañana me ha pillado el toro y no me ha dado tiempo a traerme el tupper al trabajo. Conclusión: tocaba menú del día en algún bar cercano a la redacción. He caminado un par de manzanas para ver, entre los tropotocientos bares que hay por el centro de Madrid, alguna pizarra que me prometiese sugerencias apetecibles y accesibles. Y ahí estaba mi menú del día: De primero, cigalitas al ajillo; de segundo, solomillo ibérico con relleno de foi y manzana; pan, bebida y postre, todo por 10 euros. “Al abordaje –me he dicho–. No hagamos prisioneros”.

 

Antes de hincarle el diente al primer plato he hecho lo que hago siempre, ya coma en casa, en el trabajo, en un bar, solo o acompañado: santiguarme y bendecir la mesa, para dar gracias a Dios. Y aunque uno no es Chicote, ni un masterchef, si llego a saber lo que me esperaba, más que bendecir, habría pedido un exorcismo: las cigalas estaban sosérrimas, con la carne de estropajo y recalentadas en el microondas, empapuzadas en aceite malo y con el ajo chicloso y rancio. “Mal empezamos. Cuando me pregunte el camarero que qué tal, se lo suelto”. No hubo lugar: nadie preguntó. En medio del mutismo llegó el solomillo. Un solomillo que no tenía de tal sino el nombre tras el que se escondía un (gordo) redondo de ternera, seco como la mojama, con una salsa amarga que aspiraba a ser una reducción de Pedro Ximénez, y con una testimonial presencia de manzana. Al foi, me dicen mis fuentes, lo está buscando la policía, porque no aparece. Una trifulca entre los camareros me ha dado a entender que no era buen momento para reclamar. “Estupendo, a ver el postre (Milhojas de nata y crema)”. Nada. Se lo han cargado con un chorretón de sirope de caramelo de segunda regional, amargo como la salsa de la carne (empiezo a pensar que eran lo mismo), y con un hojaldre revenido e imposible de cortar sin destrozar el resto de la Milhojas.

 

En estas cuitas culinarias me encontraba yo sumido cuando, de pronto, ha llegado a mi mesa una señora de unos sesentaitantos, a quien había visto en una mesa colindante. “Otra indignada con la cocinera, que me viene a preguntar mi parecer para llamar a la plataforma Yo no pago”, he pensado. Craso error.

 

Se llama Luisa y me ha dado las gracias por bendecir la mesa. Ella se ha animado a hacer lo mismo al verme, y me ha dejado leer una octavilla con una preciosa oración a la Divina Misericordia, que llevaba en el bolso. Hemos hablado un rato y me ha dicho que reza todos los días por los periodistas –cuando le he dicho que yo lo era ha abierto mucho los ojos y la boca, así que creo que se ha sorprendido–, y que me encomendará a mi, a mi mujer y a mi hijo en su oración. Ah, y que llevará en el bolso fotocopias de la octavilla, para que la próxima vez pueda dársela a quien lo necesite. Muy castiza ella, me ha dado la enhorabuena por ser católico y, mirando por la ventana hacia la calle, me ha dicho: “Tenemos que montar una buena paella ahí fuera”. Algo que, mentalmente, he traducido como "hacer de la calle un lugar con sabor". Con sabor a Cristo, se entiende.


Después de rezar a la Divina Misericordia me he sentido sin ánimo de montar el pollo en el bar, así que he pagado mis 10 euros y me he ido dejando un par de sonrisas a los camareros, como propina.
Es verdad que he salido del bar con mal sabor de paladar, por la comida, pero he llegado a mi trabajo con un muy buen sabor de boca por darme cuenta de cómo un pequeño gesto, un gesto cotidiano, te ayuda a evangelizar. Además, me han entrado ganas de hacer de mi entorno “una buena paella”…

 

José Antonio Méndez