Lozano Garrido, en su sencillez y cercanía no dejaba de poseer un aire socarrón y a veces irónico. No usaba esas dotes suyas para herir a nadie, pero no las descartaba cuando con ese estilo podía alegrar una tertulia o enseñar alguna ‘lección’.

Es el caso de este cuento, que más bien es una crítica a un estilo literario o a un modo de escribir, pero que no es en absoluto una crítica ofensiva.

El suspiro, periódico vanguardista

Cuento 1

Manuel Lozano Garrido
Signo nº 617,  10 de noviembre de 1951

Cuando Tulito -primero de Filosofía- aterrizó en Villamustia con bigotes dalianos y una pipa cochambrosa, las cejas de don Veremundo se desplegaron con la avi­dez de un radar para captar la importancia del acontecimiento. Al propietario de "El Suspiro", órga­no cursi de Villamustia, podían dársele mal las partidas nocturnas de mus y hasta la caza con gamusinos, pero cuando sus cepillos superficiales se investían de la firmeza del  puercoespín, sus palabras eclipsaban las predicciones de los más consumados meteorólogos.

Gracias a su "tesoro", la nave de “El Suspiro" sólo había conocido vientos de bonanza. Un día, ya lejano, que la brújula de los gustos apuntara hacia el folletón truculento, don Veremundo batió, con sus entregas, la marca de lo melodramático y espeluznante; se le llegó a llamar “el generador de la muerte espontánea”.

Otro día de reminiscencias románticas, almibaró con rimas becquerianas hasta la gorra tornasolada de Lucas, un impasible “guindilla” municipal. En sus haberes se contaban hechos oportunistas, como los de la muerte del polisón –cautiverio de ninfas-, el arrumbamiento de las “carabinas” mediante soporíferas novelas rosa y la loa y apoteosis de la “noria” dominguera alrededor del quiosco del paseo.

Y, sin embargo, todo esto no constituía el hecho deslumbrante en la historia de don Veremundo.

Su consagración definitiva fue el fruto de una osada genialidad. Era el caso que las páginas de entretenimientos de "El Suspiro" lan­guidecían incomprensiblemente. Nadie podía comprender cómo res­balaban sobre la atención de las gentes.

Y don Veremundo, como siem­pre, acertó con el reclamo. Escribió a su sobrino Regúlez, estudiante vitalicio y sablista de oficio, el cual, ante la posibilidad de una “estocada”, aguzó el ingenio. Días después, una mañana cerrada y plomiza de invierno -¡oh talento de Regúlez!-, hasta las cenizas de los braseros se estremecieron con los titulares de “El suspiro”: “Mr. Walter Rian inventor de un pasatiempo llamado crucigrama, colabora desde hoy en nuestras columnas”. Y a continuación detallaba el mecanismo del sistema.

Don Veremundo tuvo pronto varias pruebas de su éxito, Una, aquel “con dos letras, río de Euro­pa” escuchada al azar; otra, los impertinentes y el lápiz de doña Gertrudis férreamente agarrados a "El Suspiro"; y por último, el maldito mus, de capa caída por la innovación de Regúlez.

Nada, pues, de raro había en que don Veremundo se viese rodeado de un prestigio que aureolaba su voluminoso perfil con el tinte de lo semiprofético. Y tampoco es de extrañar que la aguda intuición de algunas medianías envidiosas de su majestad le bautizaran con el pomposo nombre de Buey Apis.

*     *     *     

Así andaban las cosas cuando aterrizó el infeliz de Tulito.

A su sola vista comprendió don Veremundo que el suceso era de los que marcan época; de esos  que en la historia de los pueblos se suelen señalar con chisteras, frases grandilocuentes e hitos conmemorativos. Porque Tulito traía en las antenas de sus bigotes un mensaje descarado de rebeldía, y en la pipa, la quilla que rasgaría el plácido mar villamustiano. Era, en suma, el moderno Alarico que venía a tambalear la solidez de su soberanía.

Y su tesoro capilar le dio una vez más el regalo de la clarividencia. Horas después, “El Suspiro” anunciaba a bombo y platillos la inminente llegada de su huésped de honor, el poeta vanguardista don Serapio de Tal y Cual. Mientras tanto, Regúlez, urgido por un “vente en el mixto”, acudía a la llamada desde su tío, renegando hasta del farol de los guardagujas. Lo que menos podía pensar él era que al dejar el maldito tren le aguardaba una más sarcástica mixtificación. Porque don Veremundo le hizo calzarse los zuecos que usaba el chofer para limpiar el coche; le cortó los pantalones y con las sobras alargó la chaqueta, como si dejara dos rajitas laterales, y le puso por corbata un  abigarrado muestrario de tintes. Lo demás fue muy fácil: dos plumas de pavo navideño para los bigotes; el estropajo de la cocinera, como montante del pelo, y dos fondos de vasos previamente ahumados, para las gafas, convirtieron a Regúlez en el poeta Serapio de Tal y Cual.

La presentación en el casino fue algo apoteótico. Tanto, que Regúlez, halagado en su vanidad, decidió redondear la farsa con la elaboración de unas poesías vanguardistas. Y lo curioso es que dio con el procedimiento a las primeras de cambio. Después de todo, ¿qué eran aquellos poemas sino palabras aisladas y escalonadas, a las que inesperadamente se había emancipado de las andaderas lineales del crucigrama?

— ¿Cómo es posible, Regúlez?, decía su tío. ¿Tú eres de verdad poeta?

— Ni lo soy ni lo fui nunca. Esto es como las recetas de cocina. Vea usted que sencillito -y Regúlez sacaba un extenso diccionario-. Se toman ocho o diez adjetivos de los más oscuros y endemoniados y otros tantos verbos de igual calidad; pero en los tiempos más rimbombantes. Las demás partes se suelen colocar a discreción, excepto los nombres que han de ser muy sutiles, como “rosa, bufanda, perdiz, asfalto, escafandra y pescadilla”. Agítese y sírvase desplegados en guerrilla, y al usarlo tome las máximas precauciones.

Bueno; pero eso no “pinta”.

Pues ahí está la gracia. La poesía es como la esencia del tiem­po en que se nace, y éste es de tremenda desunión. Su triunfo es­tá en que tiene letra, pero le fal­ta la música; lo contrario que a Mayinet, que sabiendo tararear só­lo le falta la letra para saber mul­tiplicar. Si se unieran los dos…

— ¡Oh!, entonces no serían van­guardistas.

— Tío, todo en esta vida es según el color del cristal con que se mi­ra. Ya procuraré yo que el rosa fuerte de mi corbata irisada deslumbre a la gente del casino.

Y, en efecto, Serapio quedó aquel verano consagrado como poeta genial. Los eternos descontentos le llamaban en sus recitales “el sereno” porque era el único que velaba en una sala amodorrada. Pero Serapio era un hombre grande porque “ellos” le imitaban y “ellas”… ¡Oh!; ellas ponían los ojos en blanco hasta delante de un cactus.

— ¿Serapio, qué les das?-decía el boticario.

Unos versos que las narcotizo.

Y así fue como Tulito se perdió en un mediocre segundo plano y el vanguardismo conquistó hasta la línea del rabo de los perros villamustianos. Claro que, como en todo, lo fue de la mano del cejudo director de “El Suspiro”. 

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[1] Publicado en Madrid 2000, en la selección de “Cuentos en ‘la’ sostenido”, por la Asociación “Amigos de Lolo”.
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