Año tras año, día tras día, minuto a minuto, la naturaleza está ahí afuera, esperándonos pacientemente para sorprendernos. 
Ya sea una hermosa nevada, un viento huracanado o una nueva floración, permanece, entregándose sin cesar. 
Nosotros un año vemos muchos amaneceres y muchas floraciones, otro año sólo lluvias y nevadas, otro de repente llega el verano con su ardor, y ni hemos reparado en la primavera. 
La naturaleza, que nunca es igual, es constante en su entrega, en su desarrollo, en su crecimiento. Resulta por ello un nítido espejo en el que reconocernos y encontrarnos. Su belleza, su fuerza y su renovación constante nos habla de nuestro propio ciclo vital. 
 
No sorprende que quien la ha contemplado verdaderamente ya necesite poco más. El eco, el susurro de Dios que destila cada flor, cada brisa, cada bruma pueden alimentar toda una existencia.
 
Amar la naturaleza es amar a Dios, y amar a Dios es amarnos a nosotros mismos y a los demás.