En los difíciles años 30, se funda en Linares la Juventud de Acción Católica. Al cumplirse los 25 años de ello, Lozano Garrido, joven que militó con gozo y entrega en aquel centro de Linares, rememora aquellas fechas.  A lo mejor se nos ocurre decir que ‘han cambiado los tiempos’; sí, ciertamente, han cambiado una barbaridad, como dice la copla. Pero  hay bases esenciales, cimientos que no pueden sustituirse. Grave para el edificio es que se muevan los cimientos.

Los artículos que se ofrecen en estos días en el blog "Lolo, periodista Santo", forman parte de esa serie de artículos conmemorativos del 25º aniversario.

En fechas ya anunciadas (octubre de 2013) será beatificado un gran grupo de mártires del 36-38. Entre ellos hay Obispos (de Jaén y Tarragona), sacerdotes, seglares y dentro de este grupo de seglares, jóvenes de Acción Católica. Lozano Garrido escribe en 1954, pero narrando temas de antes a 1936. El martirio es una prueba de fidelidad ‘hasta la muerte’. Y él, como tantos otros jóvenes de entonces, tenía una seriedad en su fe, unos compromisos tan profundamente adquiridos, que ni la muerte les arrancaba de ello.

Pero también de esos centros de Juventud salieron vocaciones sacerdotales y magníficos padres de familia. Era un ‘menudo grano al viento’, pero con promesa de abundante cosecha.

El menudo grano al viento

Gloriosa historia de la juventud de Linares (I)

Adiós a la estudiantina -Una masa flexible y un director con nervio-
Con José María Valiente, en el Teatro Olimpia.-
Peral, 29. Bajo izquierda.
Augurios de sangre en un día glorioso.

Manuel Lozano Garrido
Cruzada, nº 23, abril 1954

Una tarde luminosa de 1927, bajo el sol cansino de la avanzada primavera se dejó sentir, entre los altos picachos de sierra Morena, el monótono y lento jadear de un tren aminorando su marcha ante la bravía oposición de la Naturaleza.

Casi al mismo tiempo, su carga de jubilosa estudiantina empezó a acusar los efectos de la siesta, a la que había precedido una jornada pletórica d las manifestaciones apropiadas a un fin de curso satisfactorio.

Acodado sobre la ventanilla del departamento, con la vista perdida en la imponente majestuosidad del paisaje, un buen mozo de amplia frente, como creada para cabalgadura de los anchos pensamientos, pasaba revista a las incidencias de su vida estudiantil.

— ¿En qué piensas, Antonio Cobo?-preguntó, al pasar, uno de ellos, sin aguardar la respuesta.

El aludido no contestó, a vuelta con sus hondas cavilaciones. Con los vados y los ríos rumorosos, con aquel cielo intacto sobre el índice altivo de las cumbres, el recuerdo encendía el paso alegre por la Facultad que cristalizaba en el brillante título de Farmacia plegado con brillante título de Farmacia plegado con ilusión sobre el fondo de la maleta y las horas de generosa entrega a la conquista del hermano, robadas a la justa diversión. El universitario que se debatía contra la imagen impura, el peque aquel del arrabal con los ojos dilatados ante el desayuno para el escamoteado, cederán el paso en lo sucesivo a una nueva estampa en la que ha de alternar la vocación ejercida sobre las blancas losas de mármol y la administración de la mina familiar, con su cálido gozo de contacto humano.

Con el vuelo de las ideas pasaban los minutos y, salvada la muralla de Despeñaperros, el tren onduló sobre los rubios trigales de la campiña, entre las manchas nevadas de los olivares, al filo mismo de un incendio de amapolas. A la cabeza, el pulmón de hierro de la serpiente emite al fin un grito extentóreo de triunfo.

Hay después en la mente del joven, la instantánea de una capilla recoleta con el blanco escorzo de una imagen de Murillo. Al pie de un búcaro de rosas blancas y la silueta misma de Antonio deshojando la flor intacta de una promesa cordial:

— No quiero para el destino la huella leve de una vida fácil y sí el peso de unos años profundos.  Por encima de recetas y matraces, sobre el número frío que contabilizará el plomo, sueño, Virgen Santa, en consagrar el futuro a llevar tu mensaje hasta esos chicos que nunca te amaron porque no hubo a su lado un gesto amigo que protagonizara tu palabra. Cómo le he de hacer, aún lo ignoro, pero tú pon a mi paso los hombres y los instrumentos de la conquista y te prometo consagrarles la vida, la hacienda y el hogar, si fuere necesario.

Por la ladera del río, el tren se aferra a las casitas blancas de una estación.

Desde el andén, una voz grita:

— ¡Estación de Baezaaaa! Cinco minutos.

A su conjuro se arremolinan los mozos somnolientos, y el que meditaba desciende del convoy, abrazando a todos.

Al pasar, recoge precipitadamente el equipaje que le alarga uno de ellos por la ventanilla. Un revuelo de despedidas acompaña sus pasos, hasta que una canción, inmediatamente coreada por todos, rasga los aires:

“Adiós, Antonio;

Antonio de mi querer.

Adiós, Antonio;

¡Cuándo te volveré a ver!”

Antonio se aleja y sonríe. Fuera, un coche le aguarda.

¡A Linares!

UNA MASA FLEXIBLE Y UN DIRECTOR CON NERVIO

El otoño de 1928, la plaza de San Francisco, como pulso y corazón de la ciudad que era, tenía ya los síntomas de esclerosos que estaban anquilosando el alma y los pueblos de España. Estaba allí, erguida contra todos los embates con el aliento ciclópeo de los sillares romanos, la vieja parroquia centenaria; pero también, con torva perpendicularidad, había encastillado la manzana de la discordia que tanto había de empecatar a los hombres de nuestras tierras: la fatídica Casa del Pueblo. Atizando paros y rebeldías, la que ni era casa hogareña ni estaba regida por trabajadores, pescaba en el río revuelto de las injusticias sociales mientras colgaba sobre las campanas vecinas un sambenito aleve de culpabilidad. Entre tanto la antigua fuente, como tocada por el virus destructor, desmoronaba lentamente sus piedras, resecas ya por el dolor de sus ciegos surtidores. Hasta que un día, ojos del caserón marxista vieron, con asombre, bajo el pórtico de la iglesia, la silueta joven de un cura espigado que galvanizaba alevemente el alma de las juventudes. Don Emilio Bellón traía del Seminario, junto a una entereza a prueba de conspiraciones, la magia secreta de un corazón que polarizaba hasta las ilusiones de chicos bien barbados. Desde su llegada, apenas al alba y al crepúsculo, un reguero de mozos empezó a cruzar la fuente para perderse en el atrio en busca del Señor a quien amaba aquel bravo sacerdote. Y con la insensibilidad ante el odio, otra vez se encendió la vieja querella de la Sierpe contra la Cruz.

Una tarde del año siguiente, entre el flamante farmacéutico y don Emilio se entabló el siguiente diálogo:

— Tú me comprendes, Antonio. No podemos limitarnos a tejer una amistad con los muchachos. Cada noche, al filo del comentario evangélico veo en sus ojos un incendio de generosidad. Hay que cristalizar sus ansias de conquista en una ordenación apostólica.

— Es el aliento de Dios, que aviva el ser de España en la lámpara votiva de las juventudes. Yo he visto en Madrid, desde las aulas hasta el suburbio, una eclosión de esperanza en cada pecho. Mi Congregación Mariana es allí un vivo testimonio ¿por qué no intentarla entre nosotros?

— Quiero un organismo fundamentalmente parroquial y apostólico, que sea como el brazo largo que prolongue la acción del sacerdote. ¿No has oído hablar de la Acción Católica? Ahora se intenta su consolidación en España. He recibido y estudiado estos días sus estatutos y podíamos intentar la creación de la Juventud en Linares. Incluso dentro de ella cabrían tus aspiraciones congregacionistas.

— La Virgen de Linarejos nos ayudará. Ya hay para los muchachos una directriz específica. Sólo falta la empresa y el período que los ponga a prueba. Y la prueba tiene el heroico encanto de los sencillo: la consolidación del coro que había venido funcionando para renovar litúrgicamente, la misa conventual.

Cada noche, los bravos donceles de la flamante “Juventud Católica”, chicarrones que dejan las ecuaciones, el libro Mayor o la laminadora apenas cae la tarde, se alinean en el “domicilio provisional” -la sacristía- bajo la batuta enérgica de don Emilio, que repite y repite, tesonero, hasta enfilar el ritmo gregoriano. Y cumplido felizmente el noviciado, el 1º de enero de 1930 se constituye oficialmente la Juventud Católica de Linares.

Mientras tanto, en la casa vecina se incuba solapadamente la revolución. Hasta que una mañana, sobre las calles de Linares, plagadas de rótulos subversivos, los caballos de la Guardia Civil galopan incansables. La Casa del pueblo ha dictado una ley general de huelga que paraliza toda actividad. España, al borde del abismo danza, alegre y confiada, sobre el volcán crepitante de un caos que fermenta.

PERAL 29, BAJO IZQUIERDA

Oficialmente la Juventud no vistió la gala de su primer domicilio en la calle Pontón como creen la mayoría de “los nuevos”. Un moderno edificio de la céntrica calle Peral -el número 29- cedió pronto su bajo pisito coquetón a la aguerrida mocedad de don Emilio. Si el enemigo había hecho trinchera de la calle, allí estaba el reto aceptado y la respuesta en la mismísima artería vital de la ciudad.

Al ritmo impuesto por los de enfrente todo fue cobrando un aire premioso de lucha. Desde Madrid vinieron los compases de un himno marcial que hablaba de laureles, de victorias, de martirio… y, siguiéndole los pasos, cierta noche suenan en el teatro Olimpia las palabras encendidas de Torre de Rodas y José María Valiente, presidentes nacionales, que arengan a la conquista. Hasta la sala se filtra la subversión que ruge en la calle. Por eso, las voces tienen timbres de clarín que llama a zafarrancho de combate. También entonces llega el banderín que, con su bélica breve dimensión, trae un contagio sutil de pólvora y que ha sido hilado, a punta de ilusiones, por las madrinas que militan en la congregación de Hijas de María.

Todo está, pues, a punto. Cumplida felizmente la vela de sus armas, a la Juventud solo le falta el espaldarazo que rubrique su condición, y éste llega al fin en la señalada efeméride del primer aniversario.

AUGURIOS DE SANGRE EN UN DÍA GLORIOSO

El 1º de enero de 1931, los muchachos de Peral 29 bullían de una actividad febril. Damascos y galas familiares habían sido movilizados para realzar los actos de un trascendental acontecimiento. En el sitio de honor, una imagen bendiciente del Corazón de Jesús aguardaba el solemne instante en que, a hombros de jóvenes, sería izada a su trono real para acaudillar la alegre milicia.

Todo el rito se cumplió  aquel día con la soñada emoción difícil de reflejar. Cuando al fin se leyó la fórmula de consagración, la voz retumbaba en un silencia electrizante, y, al llegar por último al uso de la palabra, el corazón se escapó por los pulsos en una ovación atronadora.

El recuerdo hace ahora, de entre los que hablaron, una elección estremecedora. Es con el entonces arcipreste de Linares. Don Juan Pardo era un hombre bueno que después cruzaría el umbral de la otra vida con la veste purpúrea de los testigos de Cristo. Su acento tuvo aquella tarde la precisión de un iluminado. Después de alentar y congratularse por lo que valían sus ojos, los labios empezaron a deletrear lentamente como quebrada la inflexión por un huracán profético: “Ya está todo ultimado. Ahora lo que necesitáis es un mártir, que haga arrollador vuestro apostolado con su intercesión en el Cielo”.

Sin emitir una frase, cada pecho hizo una oblación escalofriante.

Mientras tanto, por calles y plazas rodaba ya “La Marsellesa”. Tres meses más y la República iniciaría su paréntesis de sangre.

Pero esto, como diría Kipling, “es otra historia”.

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