¿Qué diría un espectador neutral si se enterara de que a una niña de once años con síndrome de Down se la puede juzgar e incluso matar por haber quemado un libro religioso? Por mucho que reprobara la actuación de la pequeña –dado que cualquier religión y sus símbolos merecen respeto–, consideraría no sólo exagerada, sino inhumana dicha decisión.

 La minoría de edad y la situación mental de la acusada le llevarían a pedir otra sentencia, a la par que recomendaría a sus padres que la vigilaran para que no volviera a cometer un acto que ofende a otras personas. No se trata de que una niña con esas características pueda hacer lo que quiera, se trata de que el castigo que se la imponga sea proporcional no sólo al delito cometido, sino también a su capacidad de entender lo que hizo. Si los líderes y seguidores de esa religión reclamaran, en cambio, el más duro castigo contra la niña, e incluso contra su familia y los miembros de la religión a la que pertenece la pequeña, no sólo estarían haciendo algo inhumano, sino que estarían degradando su religión. Sin ser conscientes, estarían denigrando al Dios en el que creen, pues le estarían presentando como alguien incapaz de tener misericordia de una persona menor e incapacitada.

 Hay que condenar la blasfemia contra el Dios de cualquier religión y hay que reclamar el respeto a los derechos de los creyentes a no ver ofendidos sus sentimientos. Y de este respeto no deben ser excluidos ni los menores ni los discapacitados, como si ellos pudieran hacer lo que quisieran. Pero de ahí a dar muerte a una persona de esas características va un abismo. Los musulmanes proclaman que Alá es grande y misericordioso. Precisamente por eso, por respeto a Dios, hay que actuar con misericordia.