El prólogo concluye con una palabra: «Amén».

 

¿Concluye? Un prólogo es un comienzo, es para una palabra a la cual prepara. Pero también puede ser lo que nos mueva a rehusar dar el salto al futuro que nos está señalando. S. Benito, al finalizar sus densas e iniciantes palabras, es consciente de esto y lo acentúa, pues no está interesado en la lectura curiosa o erudita que de su Regla se pueda hacer, sino de la vital, aquélla en la que se pone la propia existencia.

 

Vivir es un arte en el cual el resultado no es algo distinto al artesano, sino éste mismo. Vivir es modelarnos a nosotros mismos, darnos una figura. Y el maestro-padre lo sabe. En estas primeras páginas de su obra, con gran compasión, sabiendo de la pobreza de los hombres, nos ha brindado su experiencia y compromiso. El que con su fidelidad ha llegado a ser un maestro en el servicio divino quiere que el lector-oyente no frustre su vida, la que ya ha recibido en el bautismo, y pueda llegar a la plenitud en Cristo. Pero no puede suplantarlo en la decisión; la vida no es un abstracto, siempre es la de cada uno.

 

El punto que precede a la última palabra es más que pausa gramatical, es pausa existencial. Momento para el silencio, para que repose lo oído y rumiado, para dejar que haciendo eco en el interior, el relieve "sonoro" e íntimo así creado, dé perceptibilidad, en cada uno, a la llamada divina para él en concreto.

 

Sólo entonces cabe converger con tantos y con S. Benito en ese «Amén». Se trata de un momento coral. La adhesión es un "sí" a Dios, que llama, y un "así sea", pues mira al futuro, a una vida por vivir en una manera. El maestro-padre vierte en ella su compromiso como tal y el discípulo el suyo, cada uno, desde su perspectiva, se unen en una palabra. Mas, al mirar unidos en la debilidad de vida, que nunca la humana es fundamento de sí misma, al futuro, el «Amén» es ante todo oración, es un "así Dios lo quiera".

 

Desde este momento, la lectura, no para el curioso, será ya un incipiente ir viviendo y la Regla será regla de vida.