Y todo eso para lo que somos posibilitados por la gracia tiene una dirección y sentido precisos. No se trata sin más de huir del infierno, sino que es ante todo un ir al cielo. No es simplemente dejar de estar en una tierra lejana alimentando a los cerdos para estar simplemente como jornaleros en la casa del Padre, como una simple criatura. El camino vital del hombre, aunque se da siempre en la dirección que definen el cielo y el infierno, solamente tiene un sentido de plenitud, la vida divina, el cielo. Como pecadores que somos, tenemos un punto de partida, pero solamente hay una forma de dejar Sodoma que es, sin mirar atrás, ir hacia lo alto de los montes, a la Jerusalén celeste.

 

Y, para ello, mientras vivimos en este mundo, hay tiempo. ¿Cuánto? La existencia mortal es siempre limitada y, por ello, la vida es permanentemente una urgencia. Si el tiempo fuera ilimitado, ahí estaría continuamente la tentación de posponerlo todo, de dejar para mañana lo importante. Pero el conocimiento de la limitación atempera nuestra obediencia a un urgente presente de responsabilidad, en el que he de dar respuesta a la llamada divina.

 

Pero la limitación temporal, el que esté en-plazado al presente, no quiere decir que el tiempo sea un espacio de imposibilidad. Limitado por lindar con la muerte, mi presente está cualificado por la gracia. De modo que el ahora es ocasión salvífica.

 

No hay lugar a la demora porque el tiempo es limitado, hay posibilidad de correr y obrar obediencialmente porque hay gracia para hacerlo ahora. De modo que el breve presente, por ser ocasión salvífica, es puerta de eternidad. Una obediencia así atemperada está ciertamente limitada, pues no deja de ser nuestra vida un breve ahora, pero la limitación del tiempo es lindero, que, en la diligencia, colinda con la eternidad del cielo.