No lo digo por su tempranísima afición a jugar “a los curas”, de la que hablaré otro día,  sino más bien por su curiosa tendencia a llamar a las personas como a él le da la gana.

Tomás, que ahora tiene siete años, desde muy chiquitín ha sido un tío especial. De bebé era más bien feote, -bueno, el menos guapo, que si no Lola me riñe- con cierto aire al pollo Piolín, con su canijo cuerpecillo y su cabezota pelona. Pero ha ido creciendo y ahora no se le resiste ninguna, no tanto por ser un bellezón como por tener ese aire de tipo seguro e interesante de siete años, que hace que las chicas se derritan a su paso.

Siempre tuvo claro lo que quería hacer. Y lo sigue teniendo. Pero, de pequeño, le daba por “bautizar” a según quién, en función de la cara que le viera ese día. Estos son un par de ejemplos, ambos en nuestro lugar de encuentro favorito, el sitio en el que tenemos las más largas parrafadas en familia, donde formamos y escuchamos; en el altar del compartir: la mesa de la cocina de casa.

Tomás no había cumplido aún los dos años. Habíamos invitado a comer a casa a nuestro querido amigo Jesús, que era como uno más de la familia. Empezamos a hacer la típica ronda de “... a ver cómo se llama fulanito...” en que los padres parecemos tontos y se nos cae la baba mientras contemplamos al niño pronunciar nombres en su propio idioma.

Y así, durante un rato, le tuvimos haciendo el mono y estuvimos riéndonos de lo gracioso y serio que decía todo.

Le tocaba el turno a Jesús. El enano parecía intuirlo, pues se quedó mirándole muy serio, como si estuviera esperando que le preguntaran por él. Jesús le miraba intentando no soltar una carcajada y apenas lo conseguía.

Mirada fija, seria, sin pestañear...

Después de medio minuto mirándole impávido, giró un poco el cuello hacia nosotros y espetó:

¿Guti? ¿Sería por su apellido? No, se apellidaba García. ¿Por el futbolista? Qué va, si en casa no había tele.

No hubo quien lo sacara de ahí. Guti le llamó y Guti se quedó. A pesar de las risas de todos, Tomás permanecía impertérrito y lo único que respondía era “Guti”, una y otra vez. De modo que le seguimos la corriente y durante la sobremesa le seguimos llamando Guti. Y fue tal la tenacidad de Tomás en los siguientes días, semanas, meses... que hoy, casi seis años después, todos en casa y varios de nuestros amigos le llamamos GUTI, gracias a Tomás.


Dos años más tarde, de nuevo en la mesa de la cocina, desayunábamos acompañados por la Hermana Magdalena, una de las monjitas Guadalupanas, que había venido a Madrid para un retiro. Era una religiosa guapa y dulce, muy, muy dulce.

La Hermana había llegado a casa la noche anterior, cuando los niños ya estaban acostados. De modo que Tomás estaba un poco ‘mosca’ por levantarse, ir a la mesa a desayunar y encontrarse allí una monja. ¿De dónde había salido? Aunque en casa es habitual verlas entrar y salir y los niños están más que acostumbrados, parecía preguntarse cuándo había llegado, pues no se le escapa una; es de los que tiene siempre todo controlado.

Tomás no decía ni mu; sólo la miraba de reojo, entre cucharada y cucharada de cereales.

Serio. Ni mu. La mira fijamente, como a ‘Guti’.

Pero no tardó tanto; sabía su nombre. Dejó la cuchara en la mesa, garraspeó un poco y lo dijo:

Todos reíamos a carcajada limpia; incluso a Tomás se le marcó una mueca porque el tema le hizo gracia. Y dijo:

Y, como en el caso de Guti, para nosotros es y será siempre la Hermana Mermelada.

Ese era Tomás: el bautizador.