“Volveré mi mano contra ti:

purificaré tu escoria en el crisol,

separaré de ti toda la ganga”

Is 1, 25

 

            Hay frases que, como el buen vino, hay que saborear. Si se leen sin pararse, dejándose llevar por el rechazo o incluso por su atractivo, se nos escapan de las manos. Creemos que las hemos entendido –aceptamos con entusiasmo su contenido o nos alejamos de él insultados-, pero no hemos más que rozado su profundidad. Nos asomamos a un pozo y creemos haber tocado fondo cuando alargamos nuestro brazo, pero no tocamos más que la arista saliente de una piedra.

            Una de esas frases –provocadora, inquietante, incómoda- es la del título de este post. ¿A quién le gusta verse reconocido en ella? Nosotros somos nada. La frase no permite excepciones y coloca la nada como una nota definitoria de todo ser humano. Los filósofos se han ocupado de , pero para conjurar su poder, limitándola, dulcificándola, reduciéndola en suma. El que nosotros seamos portadores de la nada nos desasosiega, de modo que con gesto circunspecto pensamos que no será para tanto y que la vida es hermosa, pletórica de luz y color. Como mucho reflexionamos que la sombra del pecado nos abruma a veces, pero el perdón de Dios nos reconcilia con Él y con la realidad creada.

            En realidad creo que es una Gracia de Dios poder sondear la verdad de nuestra nada. Porque no se trata sólo de nuestra pequeñez o de nuestra naturaleza pecadora; no es únicamente saberse imperfecto. No. Es que somos nada. La certeza intelectual y sobre todo espiritual de ser nada, sentirse nada es un don que Dios da a algunos de sus elegidos. Un auténtico regalo.

            La mentalidad moderna no quiere saber nada de la nada humana. Antes bien, desde el siglo XVII hincha nuestro yo hasta límites grotescos. Nos creemos omnipotentes, pensamos que con nuestras propias fuerzas podemos conseguir lo que nos proponemos, nos mostramos autosuficientes y decimos sólo necesitar aquello que pensamos nos es útil. La debilidad, la frustración de nuestros proyectos, la enfermedad y la muerte son vistas como inevitables circunstancias de la dureza de la vida o de las inevitables imperfecciones de nuestra naturaleza –de las injusticias sociales, de la crisis económica, de la corrupción política-. Sin embargo, la fantasía del progreso ilimitado que permita un mundo cuasi perfecto pervive en la mentalidad de quienes vivimos en los países ricos. Es la fantasía del hombre como Dios, fantasía claramente demoníaca como sabemos por el Génesis.

            Curiosamente en no pocos cristianos se ha introducido una versión light de esa fantasía. De lo que nos habla nuestra nada es de la infinita distancia entre el ser humano y su Creador. Me temo que hemos perdido de vista la magnificencia de Dios y su Trascendencia. El tradicional temor de Dios nos es ya desconocido, incluso a muchos parece anunciar una especie de visión de un Dios justiciero y vengativo, que nos desagrada. Quienes hablan de la salvación del alma humana –apenas los hay- parece que de lo que tratan es del beneficio que recibe el hombre y no tanto de Dios. Los exquisitos que entienden su vida como una unión con Dios mediante un proceso de purificaciones interiores parecen muchas veces entender esa unión como la culminación de un proceso de perfeccionamiento personal más que una labor paciente del Espíritu.

            Muchos definen la relación entre Dios y el hombre como la relación entre un yo (hombre) y un Tú (Dios). Pero esta analogía de la relación con Dios es perversa, pues da a entender una especie de igualdad que permite la analogía extraída de las relaciones humanas. Abraham, Moisés, Isaac y los grandes profetas saben que la comunicación con Dios sólo se da porque Él quiere y suele quemar las entrañas del elegido poniéndolo constantemente en vilo, desarraigándolo y colocándolo en los márgenes del pueblo en que vive. Quien habla con Dios es porque Dios quiere en su Misericordia infinita. Y porque Él le ha hablado primero. Se produce en ese hombre su separación física o espiritual del mundo, puesto que ya está marcado por el dedo amoroso del Padre. Es de Dios, no del mundo.

            Lo característico de nuestra época es su insolencia. Tratamos a Dios como si fuera un amigo. Cierta espiritualidad mansurrona, apta sólo para oídos burgueses, acentúa la intimidad, el trato personal con Dios en la persona de Cristo. Bien está, por supuesto, pero nunca a expensas de infinita del Padre. Esta espiritualidad necesita acercar el hombre a Dios, pero reduciéndolo a unos términos irreconocibles. Una de las consecuencias de esta tergiversación es la dificultad de relacionar de Dios con su Misericordia, como si fueran contradictorias. ¿Cómo nos va a condenar un buen “amigo”?, ¿por qué va a necesitar nuestro “amigo” Dios resarcirse de nuestras faltas con lo bueno y misericordioso que es?

            La nada del hombre nos habla no tanto del hombre como de la infinita Trascendencia del Señor. Sólo podremos vivir cristianamente si por reconocemos que somos indignos de Dios. En ese instante el Cielo se nos abre sobre nuestros pies ya en esta tierra.

Un saludo