Derrotas: quinientos años de la caída de San Ignacio
por Carmen Castiella
Mi generación (soy del 78, hagan su cálculos) está agotada de correr tras un éxito confuso que se le resiste. Un espejismo. No sé si en alguna generación hubo una distancia tan grande entre expectativas y realidad. La caída sobre la fría realidad desde las alturas del engañoso “persigue tus sueños” es a veces brutal. Demasiado cine llevó a idealizar el amor hiperromántico y el éxito profesional.
El éxito era el objetivo vital de una sociedad entera obsesionada con la autorrealización y el desarrollo personal. Este discurso cansino conduce al egocentrismo y, casi siempre, a la frustración y al cansancio extremo. No es derrotismo. No hay nada peor para la salud mental que la excesiva preocupación por el “prestigio personal y profesional”. Este hombre, dueño de su destino, ya no necesita ser salvado. Ha olvidado por completo su dimensión de criatura y de hijo, su esencial dependencia y limitación.
Su vida le pertenece. Su voluntad puede hacerle todopoderoso, si aprovecha su potencial. Con constancia conseguirá cualquier objetivo que se proponga. Así, el éxito y la autorrealización (por no hablar de la “marca personal”) pasan a ser tu religión y tú mismo eres el centro sobre el que gira todo, el dios de ti mismo. Tu valor se mide por las reglas de la implacable meritocracia y del rendimiento. Pasados los cuarenta, arqueo de caja y las cuentas no salen. Observo a mi alrededor mucha fractura interior y un cansancio extremo. No sé si otras generaciones han experimentado una sensación de fracaso generalizado tan brutal al recoger, tras años frenéticos en la rueda del hámster, precariedad laboral y fracasos matrimoniales sin fin. No queríamos vivir la vida de nuestros padres y resulta que vivimos mucho peor que ellos.
Esta generación, instalada ahora en el victimismo, busca calmar su ansiedad con libros de autoayuda, clases de yoga o soluciones estéticas superficiales a lo Marie Kondo, cuando lo que hacen faltan son reformas estructurales. Pero no podrá calmar su angustia en falsos oasis de paz, hasta que no haga realmente suyo el mensaje que tan bien condensó Henri Nouwen en su El regreso del Hijo Pródigo: “¿Realmente te crees que eres amado y valioso?”; “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco” (Mc1, 11); “¿Crees de verdad que tu identidad profunda es que eres amado independientemente de lo que hagas, de lo que sepas, del poder que tengas y del éxito que coseches?”; “Ese eres tú: el amado [beloved], así que no tienes que andar por ahí dando vueltas para demostrar nada a nadie”.
También pueden ser útiles los libros de Jordan Peterson, la única autoayuda que leo porque tiene profundidad y propone actitudes que ayudan a encontrar el camino. El segundo, Más allá del orden, recién publicado en castellano, me ha parecido mejor que el primero. Se nota que Peterson ha tocado fondo tras sufrir varios ingresos por su adicción a las benzodiacepinas y ha encontrado el modo de salir de sus profundidades abriéndose a la trascendencia, además de afrontando con valentía las limitaciones de la vida.
Enrique Rojas, por su parte, habla de la lucidez del perdedor y de la “resiliencia”, concepto de la física extrapolado a la psicología moderna, que significa literalmente la capacidad de los metales para doblarse sin partirse. Llevado al terreno de la psicología, es la capacidad de sufrir y soportar adversidades, sabiendo que la frustración es necesaria para la maduración de la personalidad. Está bien. Yo personalmente prefiero la imagen de la brizna de hierba flexible, que se dobla y fluye con los vientos, entregada a la Voluntad de Dios. Si se resiste, se endurece y puede quebrarse, además de sufrir inútilmente en lugar de bailar con el viento.
Qué liberador resuena el Evangelio de San Marcos y su paradójico: “Quien quiera ganar su vida la perderá. Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mc 8, 36). Cuando encontramos a Dios, encontramos la máxima plenitud sin pretenderla. En Cristo está la plena realización del hombre. Cuando nos olvidamos de la propia autorrealización, paradójicamente la solemos encontrar de un modo definitivo en Dios. Con Él no perdemos nada, lo ganamos todo. También el ciento por uno. Si pones tu vida en sus manos, Él la conduce de un modo misterioso hacia tu plena y profunda realización, también a nivel humano. Vinimos al mundo por esa Voluntad. Somos cada uno el fruto de ese sueño personal de Dios. Así, poner nuestra vida en sus manos es construir nuestra verdadera personalidad.
Enlazo y termino con la derrota absoluta experimentada por San Ignacio y anunciada en el título. Este 20 de mayo celebramos en Pamplona el 500 aniversario de la caída de San Ignacio de Loyola en el centro de nuestra ciudad, precisamente en la entrada de la que es ahora capilla de la Adoración Eucarística Perpetua en la Avenida San Ignacio.
Mayo de 1521: Navarra no acababa de resignarse a la anexión a Castilla y la guerra continuaba. San Ignacio, entonces todavía Iñigo López de Loyola, luchaba como capitán del ejército castellano contra los franconavarros (entre los que estaban los hermanos mayores de San Francisco Javier, Miguel y Juan de Jaso), cuando una bala de cañón le destrozó la pierna derecha e hirió también la izquierda. El herido fue trasladado a la casa de los Loyola en Azpeitia a hombros de navarros. Se había ganado el respeto de sus enemigos, que reconocían en él a un rival digno. El viaje duró veinte dolorosos e interminables días. La caída y el traslado en camilla se escenificaron a unos metros del lugar en una preciosa escultura, que todos los navarros hemos contemplado desde niños.
La conversión de San Ignacio se inició tras la caída; una lenta y dolorosa transformación de soldado y cortesano vanidoso a santo. Humanamente, experimentó el más absoluto fracaso: se truncó su carrera militar. Aplastados de golpe sus sueños y su orgullo. Salió de la casa familiar ávido de gloria, con sueños de grandeza bullendo en su cabeza, y volvió en camilla totalmente fracasado y gravemente herido. ¿Era necesaria esta agonía? Llega un punto en el camino en el que decidimos si estamos de verdad dispuestos a optar por Dios y a poner nuestra vida en sus manos. Tantas veces damos la fe por supuesta, pero ¿creemos realmente? Este proceso puede resumirse en la admonición que el santo dirigió en París a San Francisco Javier: "¿De qué te sirve, Javier, ganar el mundo si pierdes tu alma?”.
Jose María Rodríguez Olaizola, S.I., en su biografía de San Ignacio (Ignacio de Loyola, nunca solo), describe así el proceso espiritual tras la caída: “Lo que Dios le pide no es que sea un Íñigo irreal, puro y magnífico; lo único que Dios quiere es que Íñigo, con sus fuerzas y sus flaquezas, se deje seducir por el Cristo pobre y humilde que le está esperando. Y que se convierte en testigo y transmisor de ese amor. ¿No es algo familiar y tristemente frecuente? Este empeño por tirar del carro, por cumplir, por hacer y hacer, por ser… que solo lleva a clavar la mirada en uno mismo en lugar de clavarla en Dios. Cuanto más empeño pone el hombre en empujar, más se agota inútilmente. Solo cuando finalmente rendido haga la pregunta: '¿Adónde quieres que vaya?', solo cuando mire fijamente a Dios se percatará de que lo único que tenía que hacer era dejarse llevar por Él. Solo ahora se quita la venda de los ojos y es capaz de continuar el camino, llevado por Dios, adentrándose por fin en profundidades que jamás intuyó ni se atrevió a soñar”.
Para terminar, un apunte sobre San Francisco Javier y San Ignacio. Inicialmente enemigos, batallaban en bandos contrarios en las luchas humanas de su tiempo y fueron sin embargo inseparables. Para que relativicemos nuestras propias batallas y nuestras diferencias con nuestros hermanos en la fe. El primer encuentro entre San Ignacio de Loyola y San Francisco de Javier en la Universidad de la Sorbona de París no fue precisamente amistoso. Sin embargo, aquel rechazo inicial se convirtió con paso de los años en amor de hermanos. Y el punto de partida no era una simple diferencia de opinión política sino que, tras la derrota final de los navarros, la familia de San Francisco de Javier, cuyo padre llegó a presidir el Real Consejo de Navarra, fue desposeída de sus propiedades y su castillo destruido. Así, cuando San Francisco Javier llegó a París, dejaba atrás una familia humillada, arruinada y en el exilio de Azpilicueta, de donde era su madre.
En el juramento de Montmartre ambos, junto a algunos más, se comprometieron a "servir a nuestro Señor, dejando todas las cosas del mundo" y fundaron la Sociedad de Jesús, que luego sería llamada Compañía de Jesús.
La directriz era clara: compañeros de Jesús, alistados bajo su bandera, para emplear la propia vida a su servicio.
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