Graham Greene: un cristianismo agónico
por Carmen Castiella
No soy experta en Graham Greene. Soy lectora. Sin más. Pero percibo en él un cristianismo agónico que me conmueve. Me conmueve su empeño en mostrar cómo la Gracia se abre camino en medio del laberinto de lo humano. Cómo el Espíritu continúa hoy aleteando sobre el caos. No juzguéis al mundo y al hombre que os parece abandonado por Dios; está habitado por Dios, ha sido salvado por Dios. ¿Somos capaces de verlo?
Hace poco un conocido me decía que Greene es en realidad un “infiltrado” en lo católico. Entiendo su perplejidad. Pero nos sobran los paradigmas e indicaciones sobre “lo que hay que leer”… No quiero forzar la realidad de las cosas para salvar a todos a cualquier precio. No pretendo ser más misericordiosa que Dios. Mi capacidad de juzgar el corazón humano es minúscula, pero cómo no salvar al sufriente Graham Greene, que mostró como ningún otro la complejidad del corazón humano, la dolorosa búsqueda de Dios, el ansia de Absoluto más allá del caos y la confusión en que vive el hombre moderno, lleno de contradicciones y dudas.
Greene era un hombre frágil; una sensibilidad exquisita unida a una psicología herida. Parece que su psiquismo nunca se recuperó del todo del maltrato que sufrió de niño y adolescente en el colegio del que su padre era director. “El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor”, decía Léon Bloy.
Un amigo de cuyas recomendaciones me fío casi ciegamente me envió hace un par de años por correo El final del affaire, meticulosa indagación sobre los mecanismos del deseo y de la fe. Me encantó. Divertida y desgarrada a partes iguales. La protagonista, Sarah, me emocionó profundamente. Quizás porque no hay rastro de pedantería o pose; el texto sale de las tripas. Sarah es Greene. Entre ocurrencias, excentricidades y transgresión, viene a decir: “Señor, ¿qué haré con este deseo de amar?” Resuena San Agustín en Greene. Pide a gritos que Alguien acepte la verdad de lo que es. Pone en boca de su protagonista su grito desgarrado, su angustia y su culpa: “Señor, no puedo creer. Soy una puta y una farsante y me detesto a mí misma. Pero hazme creer. ¡Señor, Señor, haz que crea!”
En El final del affaire lleva al extremo el drama religioso de la protagonista. El amor de Sarah salva al atormentado y obsesivo Bendrix, pero el precio de salvarlo es entregarlo y perderlo. Gana el amor divino sin ignorar lo alto que es el precio. Relaciones enfermizas y sórdidas que, sin embargo, cuesta sangre romper. Resuenan las luchas internas de Greene, que nunca fue un marido fiel pero creía en la indisolubilidad real del vínculo y no se volvió a casar. “He roto las reglas pero son reglas que respeto”. Greene llevaba la paradoja consigo. Tenía así una agudísima conciencia de la naturaleza caída del hombre, que ha sido sin embargo salvado por Dios.
Hace unos días, el mismo amigo me envió El poder y la Gloria, que todavía no he terminado. La tesis del autor en esta novela es la doctrina católica según la cual la eficacia de los sacramentos no depende de la dignidad del ministro. Así, el protagonista de la novela es un cura alcoholizado. Un cura aparentemente “fracasado” que sigue, sin embargo, dispensando vida a través de los sacramentos. Como el propio Greene, que describía su vida como una “inacabable sucesión de fracasos”.
Outsiders, vidas aparentemente fracasadas. Quizás por eso me llega más Graham Greene que Evelyn Waugh, su íntimo amigo. Grandísimo escritor, converso convencido, cuyo humor y melancolía me atraparon en Retorno a Brideshead. Pero, para mi gusto, Waugh tenía una admiración demasiado evidente por lo “aristocrático”; sucumbía ante ellos como un auténtico snob. Lo contrario de Greene, que se inclina siempre hacia los márgenes.
Me pide un comentario y le digo que escribo algo corto con mis impresiones y de paso le respondo. Así que va para ti, Ricardo:
"Creo que Graham Greene era un hombre que amaba y buscaba realmente la Verdad. Y su amor a la verdad era muy superior a su vanidad. No me parece un cínico sino un hombre en combate que no tuvo miedo a mostrar sus contradicciones. Quizás de lo único que tenía miedo era de sí mismo. Temía su propia oscuridad. Temía también ser un farsante y vivir en realidad la doble vida del espía. Analiza obsesivamente la frontera entre lealtad y traición. Parece sin embargo que su mayor tentación era la desesperación ante el aparente silencio de Dios. Greene vivió una fe atormentada por la duda constante. Pero tenía un profundísimo deseo de Dios y no dejó de buscar a tientas su rostro.
»Por decir algo negativo y sonar así más ecuánime, me parece notar el deseo evidente, quizás demasiado infantil, de escandalizar a los beatos. No puede renunciar a transgredir, a ser deslenguado, porque tiene demasiado miedo a ser etiquetado de 'escritor católico'. Y ese miedo no es virtud, pero el torturado Greene me enternece como pocos. Es sombrío pero permite la luz; una luz blanquísima se adivina en medio de su oscuridad. Tiene miedo a mostrar algo tan sublime y solo lo apunta.
»Graham Greene es un escritor católico, aunque éste fuera el último título al que él aspiraba".
Me encanta la conclusión de Charles Moeller sobre las novelas de Greene, en Literatura del siglo XX y cristianismo, una joya de colección que tiene mi padre en su biblioteca: "La obra de Greene no es otra cosa más que un comentario de las palabras divinas 'No juzguéis'. No juzguéis al mundo que os parece abandonado por Dios: está habitado por Dios. No juzguéis a la humanidad que, aparentemente, ha matado a Dios: ha sido salvada por Dios. No juzguéis el fracaso de Dios, pisoteado en instituciones que se entregan a Satán y escarnecido en la debilidad de los sacramentos: el poder y la gloria de Dios están allí presentes".
Termino con una frase de Sarah que resume bien la novela sin hacer spoiler: “Como no podía estarme quieta en casa esta noche salí a dar una vuelta bajo la lluvia. Recordé el tiempo en que me clavé las uñas en la palma de la mano y Tú, sin saberlo yo, sentiste el dolor. Había pedido '¡Que Maurice viva!', sin creer en Ti, pero mi falta de fe no la tuviste en cuenta. Tú la tomaste en tu Amor y la aceptaste como una ofrenda, y esta noche de lluvia empapando mis ropas mojó mi piel y tirité de frío, y fue la primera vez que me sentí a punto de amarTe. Quería demostrarTe que era capaz de aprender a amar y no tenía ya miedo del desierto porque Tú estabas en él. Tú habías tomado mi odio como habías tomado mi falta de fe. En tu amor. Guardándolos para mostrármelos más tarde, cuando pudiéramos reírnos de ellos los dos; como me reía a veces con Maurice cuando me decía: ¿Te acuerdas de lo tontos que éramos?”
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