Lo que el viento se llevará
por Enrique Álvarez
Se asombra el mundillo cultural de que el furor antirracista que sacude a Occidente desde hace unas semanas esté alcanzando niveles tan enormes, que llegan al extremo de obligar a los dueños de la industria cinematográfica a proscribir películas en que los negros de los pasados siglos aparecen tal como fueron.
Pero el asunto no tiene nada de extraño. Quien sabe ver las cosas más allá de lo aparencial, quien no se limita a analizar los fenómenos desde la sociología o desde la política, ha comprendido hace ya tiempo que la mayor parte de los males que nos afligen es debida precisamente al factor moral, a la moral mal entendida, a la moral vuelta loca. Obsérvese que no digo a la inmoralidad ni a la depravación, sino lo contrario, la moralidad, las virtudes. Sí, a este mundo nuestro le están haciendo enorme daño determinadas virtudes que, ensimismadas o aisladas de otras virtudes, parece como que enloquecieran y llevaran a los hombres al camino de la barbarie.
La Historia después de Cristo está llena de ejemplos de esto. Todas las herejías tienen origen en el celo de un hombre por defender un bien solo, separándolo del resto de los bienes. La iconoclastia es un caso bien conocido. El afán, sano en su origen, de preservar el misterio insondable de Dios frente al abuso de las imágenes llevó a algunos emperadores de Bizancio a destruir las obras de arte y a matar a los artistas. Análogas barbaridades se repiten en Europa siglo tras siglo, pero podemos dar un salto hasta el XX, en que hemos presenciado cómo la virtud de la justicia y la del amor al pobre, excluyendo otras virtudes, llevó a ideologías y sistemas políticos, a cambio de establecer la igualdad en la Tierra, a asesinar a millones y millones de personas.
Es siempre lo mismo. Los mayores crímenes contra la humanidad se cometen siempre en aras de conseguir un fin bueno para el conjunto de la sociedad. Es un hecho tan evidente que no puede discutirse. Pero podemos estudiarlo en sus raíces. ¿Por qué de pronto tantos hombres y mujeres se ponen tan furiosos, destructivos, vengativos, irracionales y ciegos a todo lo que no sea adherirse a la gente afroamericana? ¿Por amor ardiente al sufrido negro? ¿Por miedo a que en el mundo esté a punto de desatarse una oleada racista que dé al traste con los avances en la conquista de derechos de los afroamericanos?
Es obvio que no. Es obvio que los negros son tan buenos o tan malos como los blancos en todas partes y no hay por qué amarlos más ni menos, y es obvio que en el presente la humanidad se halla lejísimos de recuperar ideologías que propugnen la segregación y la injusticia racial. El igualitarismo reina hoy por doquier sin atisbo alguno de contestación.
Hay que estar muy ciego para no ver que esta pandemia de vandalismo provocada por el asesinato de un policía psicópata en Estados Unidos contra un ciudadano de color no tiene otra explicación que el odio y el rencor a todo lo que el modelo occidental representa. Y ese odio y ese rencor no son casuales, no son el fruto de un caso trágico concreto. Ese odio y ese rencor vienen de antiguo y forman parte de una vieja agenda. Tienen detrás una fuerza inteligente, que sabe muy bien adónde quiere ir a parar. Porque la cosa no va a quedarse en conseguir que se endurezcan los controles en las actuaciones policiales en Estados Unidos y se refuerce su sistema judicial para evitar cualquier impunidad por crímenes racistas, que sería lo lógico y lo humano. La cosa va de imponer el rechazo a una civilización, la nuestra, marcada por Grecia y Jerusalén, la cultura clásica y el cristianismo. La cosa va de destruir, de aniquilar lo que fuimos y lo que somos. Los iconoclastas de hoy, como los de ayer, quieren purificar a la humanidad de sus errores mediante el fuego devastador. Y el fuego de ahora es esta furia que se propaga entre las masas y las imbeciliza a la velocidad de Internet. La cosa va de avanzar en la intimidación a toda empresa grande que haga negocios con el cine o la literatura, a todo famoso que quiera seguir tranquilamente con su carrera, a todo el que quiera pensar libremente, a todo el que quiera seguir viendo la historia y el arte con ojos de espectador, de estudioso o de esteta. Nadie con proyección pública puede desviarse de la corriente sin que ese fuego moral, esa santa ira imbécil, esa intolerancia absoluta que prohíbe una película inocente, igual que antes mandaba sacarse un ojo antes que cometer un pecado, lo abrase vivo.
La cosa es más que humana, es monstruosa, y, hoy por hoy, es imparable.
Publicado en El Diario Montañés.