Viernes, 01 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

La gran impostura de las leyes bioéticas


por Jean-Marie Le Méné

Opinión

Para la investigación, el embrión humano es un prisionero de guerra que se empecina en no hablar. Es su fracaso, su humillación, su herida íntima. El impulso de la investigación, que tiende a la universalidad del conocimiento, se estrella contra la modestia de este prisionero capturado en reñida lucha y que no confiesa nada. Ya va casi medio siglo desde que algunos le pusieron la mano encima al precio de asumir una esquizofrenia: vale tan poco que se le puede arrancar del vientre de la mujer cuando no es deseado, y a la vez vale tanto que se le puede introducir en él cuando es deseado. El embrión ha sido expulsado del espacio, in vitro, y del tiempo, in frigo; le han dejado fuera de juego, fuera de toda jurisdicción, fuera de toda norma. Nadie tiene derecho a inquietarse por su suerte, ni a defenderle. El ser humano reducido a su más simple expresión, privado de su ecosistema natural, es al mismo tiempo el ser más codiciado. La tecnociencia expropió al embrión y lo metió en un frasco como a un insecto, para observarlo y disecarlo antes de jurar que sus células preciosas conseguirían curárnoslo todo. Al final del sacrificio propiciatorio de cientos de miles de embriones y de su canibalización medicalizada brillaba una regeneración redentora.

Pero nada ha sucedido como estaba previsto. En vez de traer consigo la gloria del taumaturgo, el embrión trajo la humillación del aprendiz de brujo. Fue entonces cuando algunos comenzaron a interesarse más en lo que tiene que en lo que es, más en lo que posee como elementos comercializables que en lo que representa como identidad humana. Dado que no podía obtenerse de él un elixir de la juventud contra la vejez del mundo, la tecnociencia se autorizó a sí misma a comercializarlo por piezas, a venderlo a trozos, a extraer de él un beneficio. Dado que no sirve para rejuvenecernos, que al menos el embrión humano contribuya a enriquecernos. Al menos, que resulte útil para nuestra industria. El embrión, antes enarbolado ante la opinión pública hipocondriaca como una panacea para vencer a la muerte, fue reconvertido en un reactivo de laboratorio para evitar la experimentación animal.

La causa de este oscurantismo se remonta a la legalización de la PMA [Procreación Médicamente Asistida], que permitió disponer del embrión humano. Los pobres resultados de la procreación artificial exigen una superproducción de embriones. Para implantar un embrión hay que producir media docena, de ahí la tentación de dedicar los que sobren a la investigación. Como por azar, pareció indispensable concederle a los manipuladores de embriones la seguridad jurídica que reclamaban. Contrariamente al nombre que llevan, las leyes bioéticas no son ni bio ni éticas: no han limitado los abusos, ellas son el abuso. Así, hemos conocido la época en la que la ley parecía prohibir toda investigación (1994), luego abrió una derogación temporal (2004), luego convirtió esa derogación en permanente (2011), luego autorizó la investigación bajo ciertas condiciones (2013), luego abrió una derogación dentro de la derogación para facilitar que la investigación mejorase la PMA (2016), luego suprimió todas las condiciones (2019-2020). Y en ese punto estamos.

Con esa justificación se le pide al legislador -y hoy al Senado- que sustituya la autorización para investigar por una mera declaración del investigador, que no persiga un objetivo médico, que no priorice las células madres como alternativa a las células embrionarias, que no exija el consentimiento de los padres, que no informe sobre la trazabilidad de los embriones, de retrase el límite de conservación del embrión de siete a catorce días, que levante la prohibición de la transgénesis y del quimerismo.

No se entiende bien en qué pueden estimular el genio [investigador] estas concesiones, pero es evidente que facilitarán la producción masiva de células madre embrionarias con una finalidad industrial y comercial, pues ésa es la reivindicación explícita de algunos científicos. Se ha pasado de prohibir la investigación sobre el embrión a prohibir oponerse a ella. El respeto al embrión se ha convertido en una excepción al principio de no respetarlo. Las leyes bioéticas no protegen la dignidad del embrión, sino el interés de los investigadores.

Jean-Marie Le Méné es presidente de la Fundación Jérôme Lejeune, que impulsa el legado moral y científico del gran genetista francés Jérôme Lejeune (1926-1994), a quien el escritor y periodista José Javier Esparza ha consagrado su último libro: Jérôme Lejeune: amar, luchar, curar.

Algo sabe al respecto la Fundación Jérôme Lejeune -que intenta que la justicia respete las suaves exigencias que siguen vigentes en la ley-, pues algunas personas importantes, molestas por no poder practicar la transgresión dentro de su zona de confort, han puesto precio a su cabeza. En efecto, la Fundación ha aportado sistemáticamente la prueba científica de que ninguna investigación exige la instrumentalización del embrión humano. Por este motivo, la ley votada por la Asamblea nacional suprimió el requisito previo de existencia de una alternativa científica, lo cual constituye la mejor forma de demostrar que para estar dentro de la ley, basta con cambiar la ley. La Fundación tiene el honor de combatir en solitario, a pie firme y hasta el final, esta locura demiúrgica que el mercado reclama asépticamente. Ceder en el respeto incondicional debido a cada miembro de nuestra especie en su juventud extrema es absolver por anticipado todos los crímenes que están por llegar.

Publicado en Valeurs Actuelles.

Traducción de Carmelo López-Arias.

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