Libertad religiosa
Ayer se celebraban en Valencia, organizadas por la Universidad Católica «San Vicente Mártir» y su Facultad de Derecho Canónico, las Conversaciones Canónicas Valentinas Anuales, sobre un tema de máxima actualidad y de grandísima repercusión en la sociedad española a propósito de los cuarenta años de libertad religiosa en España y la Ley Orgánica que la regulaba, y la regula aún hoy, y también sobre los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado Español que tanto tienen que ver con la aplicación práctica de este derecho fundamental de libertad religiosa, uno de los derechos fundamentales que sustentan la auténtica democracia y que pudiera verse dañado por algunas de las declaraciones o hechos que se están viendo o escuchando, a veces, en los momentos presentes.
Es necesario y apremiante ser lúcidos y claros y advertir del precipicio al que nos quieren llevar algunos laicistas de pensamiento único, y una vez más y sin descanso reconocer y afirmar con toda decisión y verdad que base y fundamento de la democracia es el respeto, defensa y salvaguardia del derecho de libertad religiosa y de conciencia. Una democracia sana y verdadera necesita el respeto de este derecho fundamental en toda su extensión, tanto en el plano individual como en el social. Todo ello presupone una aceptación, no recortada jurídicamente, de la significación pública de la fe y de la conciencia personal y comunitaria.
Una de las trampas en que podemos caer y una de las heridas peores para la democracia es pensar que la fe y la moral es para una esfera interior y privada, pero no para la totalidad de la existencia y de los asuntos humanos. En España no podemos separar el hecho de la implantación de la democracia del contexto cultural en el que se produce: el de una secularización radical y el de una verdadera revolución cultural, no separable de ese huracán de secularización laicista que barrió la España de los sesenta y de los setenta y ochenta, unido de hecho a la implantación de una indiferencia religiosa y de un agnosticismo como forma de vida.
En este marco, a veces, se ha falseado la libertad religiosa como si fuese un privilegio y la conjunción de ciertos poderes se ha podido ir deslizando peligrosamente hacia una imposición omnímoda a nuestra sociedad de una particular manera de entender al hombre y al mundo laicista o de inspiración ideológica laicista.
En la democracia la no confesionalidad del Estado, afirmada y reconocida por la Constitución española, se plantea como una garantía para el legítimo ejercicio de la libertad religiosa y de las libertades de conciencia, de pensamiento y de expresión. La realidad empero, en ocasiones, puede ser muy otra. En no pocas ocasiones ciertos poderes públicos y mediáticos pueden verse tentados por la tentación de erigirse en laicismo como si se tratase de una instancia ética superior, medida última de los contenidos y formas de ejercicio de la libertad religiosa, e incluso casi una religión de Estado o religión política.
Apoyándose en la legítima laicidad del Estado y en su aconfesionalidad, algunos parecen pretender, de manera oculta o manifiesta, sustituir la fe y la vida religiosa-moral de la sociedad, tal como ésta la ha sentido y expresado a lo largo de los siglos y como la siente y expresa todavía hoy, por ideales culturales o ético-políticos propuestos y propagados por instancias públicas o de poder cultural laicistas. Confunden laicidad positiva con laicismo.
Es más, las manifestaciones antirreligiosas, mejor y más exacto, anticristianas o anticatólicas, con cierta frecuencia, se han multiplicado en ciertos medios y programas de comunicación o en otros ámbitos; esto ciertamente no es sólo pervivencia de un anticlericalismo trasnochado; refleja, más bien, una mentalidad que se ha instalado en ciertos poderes y que, desde la más estricta intolerancia y actitud antidemocrática, rechazan lo religioso, sobre todo si se trata de lo cristiano o católico, en toda su densidad y tratan de imponer un nuevo confesionalismo social secularista y laicista, por supuesto antidemocrático y anticonstitucional.
La verdadera democracia exige que la libertad de todos sea respetada, de modo que las personas y grupos puedan vivir conforme a sus ideas y creencias, y ofrecer a los demás lo mejor de cada uno, sin ejercer violencia sobre nadie. La tolerancia, el respeto y la comprensión, exigibles a todos en una sociedad democrática, no pueden confundirse con la indiferencia o el escepticismo o el relativismo. La Iglesia y los católicos no pueden ser espectadores pasivos. Están obligados a manifestarse y actuar en la vida pública, en la cultura, en los diferentes campos de la vida y de las relaciones sociales, de acuerdo con sus convicciones, y deben exigir que éstas sean respetadas.
La identidad cristiana no es algo que haya de ocultarse o enmascararse. Esto supondría una infidelidad a Dios y un engaño a los demás; además de constituir una traición al mismo sistema democrático, que se vería en peligro. La Iglesia, como su Maestro, Jesús, ha de dar testimonio de la verdad: para eso está, edificada sobre la roca de la verdad, Cristo. Todo lo contrario de algunas formas de pensamiento que se pretende imponer, están edificadas sobre la arena de la mentira, como sucedió con el nazismo o el marxismo-leninismo de regímenes comunistas.
Una sana democracia, al constituir la libertad religiosa uno de los derechos fundamentales de la persona, exige la consideración positiva de esta libertad religiosa como un valor no a restringir sino a promover, sin más límites que la garantía de la convivencia social, del orden público y el cuidado de que se respeten, en la perspectiva del bien común, todos los derechos fundamentales de la persona. Los poderes públicos, obligados a favorecer el ejercicio de la libertad de los ciudadanos, tienen que favorecer también positivamente el ejercicio de la libertad religiosa, como un elemento importante del bien común y del bien integral de los ciudadanos.
En estos momentos de la sociedad española, es importante recordar aquellos criterios tan luminosamente expuestos por el Papa San Juan Pablo II en su discurso ante el Parlamento Europeo, glosando la frase «dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César».
También debo reconocer aquí el ejemplo que han dado de sana laicidad y de protección de la libertad religiosa las autoridades valencianas: Ayuntamiento, Generalitat, Policía Local y Nacional en la fiesta de la Virgen de los Desamparados el domingo pasado. Sigamos así y colaboremos todos juntos y en entendimiento de la verdad que nos hace libres.
Publicado en La Razón.
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