El deber de conciencia de un Rey
La historia narra casos frecuentes de apelación a la llamada razón de Estado para justificar que reyes y gobernantes tuvieran comportamientos faltos de sintonía con Constituciones y leyes.
por Raúl Mayoral
El artículo 91 de la Constitución española establece que el Rey sancionará en el plazo de quince días las leyes aprobadas por las Cortes Generales, y las promulgará y ordenará su inmediata publicación. Y tanto el acto de sanción como de promulgación y dación de la orden de publicar son para el Rey actos debidos, que, de acuerdo con el artículo 64 de la Constitución, necesitan el refrendo del Presidente del Gobierno o de los Ministros, en su caso.
Al aprobarse en España la ley reguladora del matrimonio entre personas del mismo sexo, los medios de comunicación preguntaron a nuestro Rey Juan Carlos I si, con relación a dicha ley, seguiría el precedente histórico que protagonizó el Rey de Bélgica, Balduino, quien abdicó durante unas horas para no verse obligado a sancionar la ley que legalizaba en el citado país el aborto. La respuesta del monarca español fue contundente y despejó toda duda sobre la cuestión: «Soy el Rey de España y no el de Bélgica». Con estas palabras Juan Carlos I confirmó el juramento que ya prestó en el momento de su coronación, de desempeñar fielmente sus funciones y de guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes. Ahora, con la inminente aprobación parlamentaria de la ley que modifica la normativa reguladora del aborto, vuelve al escenario nacional el deber constitucional de nuestro monarca, especialmente, a causa de la iniciativa auspiciada por el diario digital Religión en Libertad: www.majestadnofirme.com, que ya cuenta con más de 40.000 adhesiones.
Hay abundante literatura jurídica acerca de la escasa, por no decir nula, autonomía de la que disponen los reyes en los procedimientos legislativos de sistemas parlamentarios y constitucionales. Hasta el punto de que, como sostuvo el jurista inglés Walter Bagehot, en Inglaterra un rey debería firmar su sentencia de muerte si las Cámaras se la enviaban para su sanción. Sin embargo, la historia narra casos frecuentes de apelación a la llamada razón de Estado para justificar que reyes y gobernantes tuvieran comportamientos faltos de sintonía con Constituciones y leyes. Cierto es que existen principios, llamémosles, de recta razón que han condicionado, condicionan y condicionarán el quehacer político; pero también resulta evidente que la propia política progresa en su búsqueda del bien común si otra clase de principios, llamémosles de buen corazón, la impregnan, vivifican y sirven de sólido sustento por encima de legalismos y reglamentos. Asimismo, la historia nos presenta tanto a reyes vencedores de batallas que vivieron y murieron sin grandeza, como a monarcas destronados que con actitudes épicas pasaron a la posteridad. Se comprende que a los hombres no se les pueda exigir heroísmo, pero a los Reyes, sí.
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