María: movimiento uniformemente acelerado hacia Dios
En vez de mirar a lo que no estás llamado y, por siguiente, a lo que no necesitas, mira a lo que sí estás llamado y para lo que recibes toda la ayuda que necesitas y más todavía. Y procura imitar a María en lo que puedes y debes: en su respuesta a la gracia.
Estoy leyendo La Madre del Salvador, del padre Réginald Garrigou-Lagrange, teólogo dominico de fama internacional. El libro es un auténtico tratado de mariología que profundiza en la doctrina de la Iglesia sobre la Virgen María, reflexionando acerca de cuestiones claves que nos permiten conocer más y más quién es María, y la obra que Dios realizó en Ella. Pero Garrigou-Lagrange no se conforma con exponer —aunque sea magistralmente— la doctrina revelada sobre Nuestra Madre y reflexionada por los teólogos más importantes de la Historia de la Iglesia. Su objetivo es claro y lo expone desde la primera línea que escribe en el prólogo: «En este libro deseamos exponer las doctrinas fundamentales de la Mariología con relación a nuestra vida interior». Y lo consigue.
Hay una idea clave que se va haciendo cada vez más luminosa en mi mente a medida que avanzo en la lectura de La Madre del Salvador, del padre Réginald Garrigou-Lagrange. Ciertamente, Nuestra Madre, la Virgen María, fue adornada con gracias y privilegios excepcionales. Pero esa generosidad de Dios con respecto de María tuvo una razón de ser fundamental: María había sido elegida para ser la Madre de Dios. Esa era su misión. Esa era la vocación de María: ser la Madre del Salvador. Y esa misión suponía una responsabilidad tan grande que hubiera sido una injusticia, o incluso una crueldad, que el Señor le hubiera asignado un cometido tan grande para decirle después: «Arréglate como puedas», abandonándola a su suerte.
Pero no, María no fue tratada así. El que la eligió la preparó, y le concedió todas las ayudas que necesitaba para llevar a cabo su difícil misión y ser una digna Madre del Salvador. Exactamente como cada uno de nosotros recibimos las gracias y ayudas que necesitamos para realizar nuestra propia vocación y alcanzar el grado de santidad que el Señor espera de nosotros. Y si alguno preguntara por qué no se le conceden a él algunas de las gracias que recibió María (como la plenitud inicial de gracia y caridad, por ejemplo, o la Inmaculada Concepción), la respuesta lógica, clara y sencilla sería: porque no lo necesitas para realizar tu misión. Y habría que añadir algo más. En vez de mirar a lo que no estás llamado y, por siguiente, a lo que no necesitas, mira a lo que sí estás llamado y para lo que recibes toda la ayuda que necesitas y más todavía. Y procura imitar a María en lo que puedes y debes: en su respuesta a la gracia, que la hizo crecer de día en día en caridad, haciéndose cada vez mejor en el curso de su vida terrenal.
Santo Tomás de Aquino reflexiona sobre el crecimiento espiritual al que estamos llamados: «¿Por qué debemos progresar así en la fe y en el amor? El movimiento natural resulta cada vez más rápido conforme se acerca a su término (el fin al que tiende). (…) Ahora bien, la gracia perfecciona e inclina al bien al modo de la naturaleza (como una segunda naturaleza); así pues, se sigue de aquí que los que están en estado de gracia deben crecer más en la caridad cuanto más se acercan a su último fin» (In Epist. Ad Hebr., X, 25). Quiere decir Santo Tomás, enseña el profesor Garrigou-Lagrange, que «para los santos, la intensidad de su vida espiritual se acentúa cada vez más, comportándose cada vez más pronta y generosamente con Dios cuanto más se acercan a Él y son más atraídos por Él». Así actuó siempre María. Cuánto más amaba a Dios, más se entregaba a Él, y cuanto más se entregaba más crecía su capacidad de amar, progresando así en el amor a un ritmo que debió hacerse vertiginoso al final de su vida, como lo vemos en la vida de los santos, en los que es evidente que «el progreso del amor es mucho más rápido durante los últimos años que en los comienzos». Así debe ser también en nosotros. Exactamente así.
Es curioso hablar de santidad con conceptos científicos, pero a veces resultan muy gráficos y el profesor Garrigou-Lagrange los aprovecha para ganar en expresividad: «La física moderna nos enseña que si la velocidad de la caída de un cuerpo en el primer segundo es de veinte, en el segundo es de cuarenta, en el tercero de sesenta, en el cuarto de ochenta y en el quinto de cien. Es el movimiento uniformemente acelerado, símbolo del progreso espiritual de la caridad en un alma que en nada se retrasa, y que camina cada vez más rápido hacia Dios cuanto más se le acerca, cuanto más es atraída por Él».
Pero la misma física nos enseña cuál es el final de las almas tibias: las que se conforman con la mediocridad, con un «ser buenos, pero sin pasarse», las que guardan un apego en el fondo del corazón que un día las hace enloquecer de orgullo o de egoísmo… Ellas pueden compararse a la evolución del movimiento uniformemente retardado, esto es, al movimiento de una piedra lanzada al aire verticalmente hacia arriba, que se levanta gracias al impulso inicial, pero que va perdiendo velocidad hasta que —llegada al punto de máxima elevación— empieza a descender y descender. La caída es cada vez más rápida, porque de nuevo entra aquí en juego el movimiento uniformemente acelerado. Desciende cada vez más veloz hasta estrellarse con fuerza contra el suelo, tanto más violentamente cuanto más alta estuvo. Precisamente como la Escritura y la Tradición nos describen la caída de Luzbel hasta el fondo del infierno.
Pero la respuesta de María, Nuestra Madre, a la gracia de Dios, no tuvo nada que ver con la respuesta de Luzbel.Su «movimiento» hacia Dios creció siempre: «Nada le retrasó, ni las consecuencias del pecado original (que no tuvo), ni ninguna imperfección, puesto que siempre estuvo pronta a seguir cualquier inspiración» con que Dios la animaba a crecer espiritualmente. Nosotros tenemos que batallar con las heridas de nuestro pecado, del original —común a todos— y del personal que cada uno haya acumulado, pero no se nos niega la gracia para poder hacerlo y realizar nuestra propia carrera hacia el Cielo: nuestro propio «movimiento uniformemente acelerado». Y, en la misericordia de Dios, «todo se convierte en bien para aquellos que aman a Dios» (Rm 8, 28).
Me queda una última cuestión. Si la gracia no se me niega, ¿por qué no corro hacia el Cielo con toda la fuerza con que debería correr? Creo que el motivo es que no reflexionamos suficientemente en el premio que nos espera. Cuando vemos una bellota sabemos que, si esperamos y cuidamos esa semilla, un día contemplaremos un roble espléndido. Sabemos que el resultado que obtendremos merece y justifica la espera, aunque esta sea larga. Si pensáramos más en el Cielo, cuidaríamos más nuestra vida de gracia y nuestra respuesta a la voluntad de Dios, porque son el germen que un día nos alcanzará la gloria del Cielo, la plenitud del amor y la contemplación del rostro del Amado, nuestro Señor.
Publicado en InfoFamilialibre.
Hay una idea clave que se va haciendo cada vez más luminosa en mi mente a medida que avanzo en la lectura de La Madre del Salvador, del padre Réginald Garrigou-Lagrange. Ciertamente, Nuestra Madre, la Virgen María, fue adornada con gracias y privilegios excepcionales. Pero esa generosidad de Dios con respecto de María tuvo una razón de ser fundamental: María había sido elegida para ser la Madre de Dios. Esa era su misión. Esa era la vocación de María: ser la Madre del Salvador. Y esa misión suponía una responsabilidad tan grande que hubiera sido una injusticia, o incluso una crueldad, que el Señor le hubiera asignado un cometido tan grande para decirle después: «Arréglate como puedas», abandonándola a su suerte.
Pero no, María no fue tratada así. El que la eligió la preparó, y le concedió todas las ayudas que necesitaba para llevar a cabo su difícil misión y ser una digna Madre del Salvador. Exactamente como cada uno de nosotros recibimos las gracias y ayudas que necesitamos para realizar nuestra propia vocación y alcanzar el grado de santidad que el Señor espera de nosotros. Y si alguno preguntara por qué no se le conceden a él algunas de las gracias que recibió María (como la plenitud inicial de gracia y caridad, por ejemplo, o la Inmaculada Concepción), la respuesta lógica, clara y sencilla sería: porque no lo necesitas para realizar tu misión. Y habría que añadir algo más. En vez de mirar a lo que no estás llamado y, por siguiente, a lo que no necesitas, mira a lo que sí estás llamado y para lo que recibes toda la ayuda que necesitas y más todavía. Y procura imitar a María en lo que puedes y debes: en su respuesta a la gracia, que la hizo crecer de día en día en caridad, haciéndose cada vez mejor en el curso de su vida terrenal.
Santo Tomás de Aquino reflexiona sobre el crecimiento espiritual al que estamos llamados: «¿Por qué debemos progresar así en la fe y en el amor? El movimiento natural resulta cada vez más rápido conforme se acerca a su término (el fin al que tiende). (…) Ahora bien, la gracia perfecciona e inclina al bien al modo de la naturaleza (como una segunda naturaleza); así pues, se sigue de aquí que los que están en estado de gracia deben crecer más en la caridad cuanto más se acercan a su último fin» (In Epist. Ad Hebr., X, 25). Quiere decir Santo Tomás, enseña el profesor Garrigou-Lagrange, que «para los santos, la intensidad de su vida espiritual se acentúa cada vez más, comportándose cada vez más pronta y generosamente con Dios cuanto más se acercan a Él y son más atraídos por Él». Así actuó siempre María. Cuánto más amaba a Dios, más se entregaba a Él, y cuanto más se entregaba más crecía su capacidad de amar, progresando así en el amor a un ritmo que debió hacerse vertiginoso al final de su vida, como lo vemos en la vida de los santos, en los que es evidente que «el progreso del amor es mucho más rápido durante los últimos años que en los comienzos». Así debe ser también en nosotros. Exactamente así.
Es curioso hablar de santidad con conceptos científicos, pero a veces resultan muy gráficos y el profesor Garrigou-Lagrange los aprovecha para ganar en expresividad: «La física moderna nos enseña que si la velocidad de la caída de un cuerpo en el primer segundo es de veinte, en el segundo es de cuarenta, en el tercero de sesenta, en el cuarto de ochenta y en el quinto de cien. Es el movimiento uniformemente acelerado, símbolo del progreso espiritual de la caridad en un alma que en nada se retrasa, y que camina cada vez más rápido hacia Dios cuanto más se le acerca, cuanto más es atraída por Él».
Pero la misma física nos enseña cuál es el final de las almas tibias: las que se conforman con la mediocridad, con un «ser buenos, pero sin pasarse», las que guardan un apego en el fondo del corazón que un día las hace enloquecer de orgullo o de egoísmo… Ellas pueden compararse a la evolución del movimiento uniformemente retardado, esto es, al movimiento de una piedra lanzada al aire verticalmente hacia arriba, que se levanta gracias al impulso inicial, pero que va perdiendo velocidad hasta que —llegada al punto de máxima elevación— empieza a descender y descender. La caída es cada vez más rápida, porque de nuevo entra aquí en juego el movimiento uniformemente acelerado. Desciende cada vez más veloz hasta estrellarse con fuerza contra el suelo, tanto más violentamente cuanto más alta estuvo. Precisamente como la Escritura y la Tradición nos describen la caída de Luzbel hasta el fondo del infierno.
Pero la respuesta de María, Nuestra Madre, a la gracia de Dios, no tuvo nada que ver con la respuesta de Luzbel.Su «movimiento» hacia Dios creció siempre: «Nada le retrasó, ni las consecuencias del pecado original (que no tuvo), ni ninguna imperfección, puesto que siempre estuvo pronta a seguir cualquier inspiración» con que Dios la animaba a crecer espiritualmente. Nosotros tenemos que batallar con las heridas de nuestro pecado, del original —común a todos— y del personal que cada uno haya acumulado, pero no se nos niega la gracia para poder hacerlo y realizar nuestra propia carrera hacia el Cielo: nuestro propio «movimiento uniformemente acelerado». Y, en la misericordia de Dios, «todo se convierte en bien para aquellos que aman a Dios» (Rm 8, 28).
Me queda una última cuestión. Si la gracia no se me niega, ¿por qué no corro hacia el Cielo con toda la fuerza con que debería correr? Creo que el motivo es que no reflexionamos suficientemente en el premio que nos espera. Cuando vemos una bellota sabemos que, si esperamos y cuidamos esa semilla, un día contemplaremos un roble espléndido. Sabemos que el resultado que obtendremos merece y justifica la espera, aunque esta sea larga. Si pensáramos más en el Cielo, cuidaríamos más nuestra vida de gracia y nuestra respuesta a la voluntad de Dios, porque son el germen que un día nos alcanzará la gloria del Cielo, la plenitud del amor y la contemplación del rostro del Amado, nuestro Señor.
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