¿Una misa bonita?
Los sacerdotes nos equivocamos si pretendemos hacer una misa "bonita". El misterio eucarístico se celebra según las normas litúrgicas, con la fe, piedad y dignidad que exige tal misterio, y basta. Cualquier aditamento, como mínimo, distrae del misterio que se celebra.
En cierta ocasión, al salir de una misa, oí que felicitaban al sacerdote y le decían: “Nos ha dicho una misa muy bonita”. Esas palabras me resultaron un tanto extrañas y me puse a pensar. Esa reflexión me ha llevado a escribir estas líneas.
Las personas que se expresan de ese modo no habían comprendido lo que es la misa: la misa es la misa, el sacrificio de Cristo en la cruz, renovado sacramentalmente y celebrado según las normas de la Iglesia. No es algo que pueda calificarse de bonito. Es eso: el sacrificio de Cristo sacramentalmente renovado, sin adjetivos totalmente inapropiados para la misa.
Los sacerdotes nos equivocamos si pretendemos hacer una misa “bonita”. El misterio eucarístico se celebra según las normas litúrgicas, con la fe, piedad y dignidad que exige tal misterio, y basta. Cualquier aditamento, como mínimo, distrae del misterio que se celebra.
El entonces cardenal Joseph Ratzinger decía en su famoso libro La sal de la tierra: «El sacerdote no es showman al que se le ocurra algo que luego comunica a los demás. Al contrario, tiene que ser muy mal showman, tiene que desaparecer, porque él está en representación de alguien, no actúa en nombre propio». Si pensamos o actuamos de otra manera, nos equivocamos: la misa no es nuestra ni de los fieles; la misa es de Cristo que, como sacerdote y víctima, se ofrece sacramentalmente al Padre eterno, y nosotros actuamos en su nombre, como ministros y según las normas de la iglesia. Lo propio sería que los fieles no tuvieran que distinguir entre sacerdote y sacerdote, que fueran a misa, no a la misa de “este” o de “aquel”.
Esto que, como tantas otras cosas, aparece claro en las ideas, no resulta tan fácil al pasar a los hechos.
El mismo cardenal Joseph Ratzinger comentaba también: «En nuestra liturgia hay una tendencia que a mi me parece equivocada, y que consiste en la “inculturación” de la liturgia que se quiere introducir en el mundo moderno: “Tiene que ser más breve; tiene que desaparecer lo que parezca ininteligible; convendría transcribirlo todo a un lenguaje más popular”… La liturgia, como es natural, debe ser inteligible. Pero entender debidamente la Palabra de Dios requiere otra clase de comprensión».
Los hechos están ahí, a la vista de todos. Hoy menos, pero todavía tendemos a lo que, de modo amplio, podemos llamar inculturación. Se cambian frases para “acomodarlas a la gente” y, de este modo, las despojamos de su sentido, a veces aun gramatical; se quiere explicar todo: «Se ha cedido a la fascinación racional» (cardenal Jean-Marie Lustiger); se cambian ritos, porque la gente no los “entiende”, por otros más “cercanos y comprensibles”, carentes de todo sentido teológico. Se introducen gestos nuevos a gusto del celebrante, inadecuados o superfluos; se canta cundo no se debe o lo que no se debe o de forma no apropiada, con frecuencia sin dejar tiempo para el silencio y la reflexión. Se interrumpe la misa con incisos verbales o se insertan actos para que la gente entienda, para que quede “más bonita” o para que la gente “no se aburra”. Y algo menos tenido en cuenta, pero quizás con gran incidencia negativa: el celebrante puede adoptar un tono de voz afectado o unos gestos amanerados, que nada tienen que ver con la devoción y vivencia de misterio.
Dice el cardenal Jean-Marie Lustiger en su libro La elección de Dios: «A menudo se ha sustituido el rito por la explicación, el símbolo por el comentario. Un rito, un símbolo debe ser trasmitido históricamente y tener cierta universalidad. Un símbolo no puede inventárselo ni un sacerdote ni un grupo de gente».
Con estas, digamos veleidades, lo único cierto que vamos a conseguir es distraer a los fieles de la atención que se requiere para vivir el misterio que se celebra.
Es evidente que no se trata de hacer una misa alegre, ni divertida, ni bonita, ni de poner nuestro sello, con frecuencia demasiado vulgar, sino de realizar el misterio en la forma y con el sentido y sentimiento religioso que requiere. No se trata de que la gente salga contenta, sino santificada. No se trata de hacer “mi” misa, sino “la misa”. Sería muy bueno que desapareciera “este” sacerdote y apareciera “el sacerdote”. Sería muy bueno que desapareciera “esa” misa y apareciera “la misa”, celebrada según las exigencias litúrgicas y con la piedad que exige el sacramento.
La experiencia, sin embargo, nos demuestra que no resulta tan sencillo. Por un lado, estamos expuestos a la tentación de personalizar todo y “aparecer”. Por otro, acecha el peligro de considerar que, si se “acomoda” al pueblo la celebración litúrgica, conseguiremos mejor comprensión y mayor fruto espiritual. En el caso de la celebración litúrgica, por su naturaleza, no obtendremos ni lo uno ni lo otro.
Cuando transmitimos la Palabra de Dios y, más si cabe, cuando administramos los sacramentos, especialmente la celebración del sacrificio eucarístico, debemos considerar la especificidad de nuestro sacerdocio. Debe quedar patente a los fieles nuestra condición de ministros: de alguien que actúa en nombre y según las exigencias de aquel de quien es propia la eficacia del rito. No hay más que un solo sacerdocio, el de Cristo; el nuestro es un sacerdocio participado del suyo y ministerial. De aquí que quien tiene que aparecer es Cristo en nosotros, pero no nosotros. Si hablamos o actuamos “presentándonos” y no representándolo, mientras se mantenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia, se conseguirá la eficacia de los actos que realizamos en su nombre; pero, si nos comportamos de modo que resultemos protagonistas, podremos condicionar esa eficacia en lo que depende de nosotros. Como ministros que actuamos en nombre de Cristo, nuestro yo referencial, nosotros debemos “desaparecer” para que aparezca Cristo.
Por otra parte, es un grave error y celo equivocado pensar que hacemos bien a los fieles cuando cambiamos o introducimos símbolos o gestos, o bien damos continuas explicaciones durante la celebración. Haremos apostolado real si formamos teológica y litúrgicamente a los fieles en su debido momento y forma. Hay autores de máximo prestigio que comentan nuestra precipitación al poner en práctica la reforma litúrgica conciliar; nada se habría perdido, dicen, y sí ganado mucho, si no hubiéramos actuado con tanta premura y hubiéramos sido más diligentes en la conveniente formación. Al otro día pusimos en práctica los cambios, pero ni al otro día ni al día siguiente formamos teológica y litúrgicamente al pueblo sobre esos cambios. Al actuar de esta forma, perdimos un momento único para la formación del pueblo fiel y, de este modo, los privamos del mejor aprovechamiento espiritual.
Como es evidente, en estas líneas no pretendemos hacer ninguna exposición teológica ni litúrgica, sino presentar unas sencillas ideas a la reflexión. Reflexión que a los sacerdotes nos pueda llevar a corregir actitudes y acciones poco acordes con lo que exige la celebración.
Si queremos mantenernos al nivel que exige nuestra condición de ministros de Cristo, necesitamos hacer continuos paréntesis para el estudio y la reflexión teológica, tanto de nuestro sacerdocio como de los misterios que celebramos e, indispensable, dedicar tiempo a la oración.
Así mismo, es necesaria máxima exigencia y respeto a las normas litúrgicas. En general, la mayoría de los sacerdotes no somos grandes liturgistas; pero, aunque lo fuéramos, como ha determinado con toda lógica el Concilio Vaticano II y recuerda la Iglesia en múltiples documentos, sólo la Santa Madre Iglesia tiene en sus manos las determinaciones litúrgicas. Se trata de acciones de Cristo encomendadas a su Iglesia.
Dios ha mostrado con toda claridad, ya desde el Antiguo Testamento, que quiere que se le rinda el culto que Él quiere y en la forma que Él desea, que se le adore como Él quiere ser adorado. En la lectura de los Libros Sagrados encontramos enseguida cómo Él mismo determina el material, medida y forma del Arca de la Alianza; ordena cómo ha de ser el Tabernáculo: materiales, forma, división y cuanto debe albergar; lo mismo se hace con los dos altares: el altar de los sacrificios y el del incienso. Determina las fiestas y los sacrificios; los objetos de culto y las vestiduras litúrgicas, los ritos y las fórmulas, etc. En la Iglesia, desde el comienzo, en la Didajé, escrita según especialistas hacia el año 70, aparece ya un esbozo de la estructura de la misa; algo que se repite con mayor precisión, a mediados del siglo II, en la primera Apología de San Justino. Dejando en su lugar la historia de la liturgia, lo cierto es que la Iglesia, convencida de que el modus orandi est modus credendi, siempre, a través de los siglos, ha cuidado de los textos litúrgicos. Nunca fue algo al arbitrio del celebrante, sino determinaciones de la jerarquía.
Además de la frase mencionada al principio, seguramente por falta de formación o reflexión, se pronuncian otras, que resultan totalmente inadecuadas referidas a la misa. A veces, oímos frases como estas o parecidas: “En esa misa se pasa el tiempo que ni te enteras”, “esa misa es muy divertida”, “se pasa muy bien en esa misa”. No, por favor, al sacrificio de Cristo en la cruz, aunque en la misa sea incruento, no se va a pasarlo bien, ni a divertirse, ni con la idea de que se pase cuanto antes, sino, “por Cristo, con Él y en Él”, a adorar a la Santísima Trinidad, a satisfacer por los pecados, a pedir por cuanto necesitamos y necesita el mundo entero y a dar gracias por todos los bienes recibidos. Todo muy hermoso y en extremo gratificante, pero a un nivel superior, que nada tiene que ver con lo que dan a entender esas frases. Nuestro pueblo necesita formación.
Una misa “bonita” es probable que sea una misa acomodada al gusto de los fieles y, sobre todo, del celebrante, claro. Un grave error. Pero, con ser un error, dada la condición humana, en el que todos podemos caer.
Las personas que se expresan de ese modo no habían comprendido lo que es la misa: la misa es la misa, el sacrificio de Cristo en la cruz, renovado sacramentalmente y celebrado según las normas de la Iglesia. No es algo que pueda calificarse de bonito. Es eso: el sacrificio de Cristo sacramentalmente renovado, sin adjetivos totalmente inapropiados para la misa.
Los sacerdotes nos equivocamos si pretendemos hacer una misa “bonita”. El misterio eucarístico se celebra según las normas litúrgicas, con la fe, piedad y dignidad que exige tal misterio, y basta. Cualquier aditamento, como mínimo, distrae del misterio que se celebra.
El entonces cardenal Joseph Ratzinger decía en su famoso libro La sal de la tierra: «El sacerdote no es showman al que se le ocurra algo que luego comunica a los demás. Al contrario, tiene que ser muy mal showman, tiene que desaparecer, porque él está en representación de alguien, no actúa en nombre propio». Si pensamos o actuamos de otra manera, nos equivocamos: la misa no es nuestra ni de los fieles; la misa es de Cristo que, como sacerdote y víctima, se ofrece sacramentalmente al Padre eterno, y nosotros actuamos en su nombre, como ministros y según las normas de la iglesia. Lo propio sería que los fieles no tuvieran que distinguir entre sacerdote y sacerdote, que fueran a misa, no a la misa de “este” o de “aquel”.
Esto que, como tantas otras cosas, aparece claro en las ideas, no resulta tan fácil al pasar a los hechos.
El mismo cardenal Joseph Ratzinger comentaba también: «En nuestra liturgia hay una tendencia que a mi me parece equivocada, y que consiste en la “inculturación” de la liturgia que se quiere introducir en el mundo moderno: “Tiene que ser más breve; tiene que desaparecer lo que parezca ininteligible; convendría transcribirlo todo a un lenguaje más popular”… La liturgia, como es natural, debe ser inteligible. Pero entender debidamente la Palabra de Dios requiere otra clase de comprensión».
Los hechos están ahí, a la vista de todos. Hoy menos, pero todavía tendemos a lo que, de modo amplio, podemos llamar inculturación. Se cambian frases para “acomodarlas a la gente” y, de este modo, las despojamos de su sentido, a veces aun gramatical; se quiere explicar todo: «Se ha cedido a la fascinación racional» (cardenal Jean-Marie Lustiger); se cambian ritos, porque la gente no los “entiende”, por otros más “cercanos y comprensibles”, carentes de todo sentido teológico. Se introducen gestos nuevos a gusto del celebrante, inadecuados o superfluos; se canta cundo no se debe o lo que no se debe o de forma no apropiada, con frecuencia sin dejar tiempo para el silencio y la reflexión. Se interrumpe la misa con incisos verbales o se insertan actos para que la gente entienda, para que quede “más bonita” o para que la gente “no se aburra”. Y algo menos tenido en cuenta, pero quizás con gran incidencia negativa: el celebrante puede adoptar un tono de voz afectado o unos gestos amanerados, que nada tienen que ver con la devoción y vivencia de misterio.
Dice el cardenal Jean-Marie Lustiger en su libro La elección de Dios: «A menudo se ha sustituido el rito por la explicación, el símbolo por el comentario. Un rito, un símbolo debe ser trasmitido históricamente y tener cierta universalidad. Un símbolo no puede inventárselo ni un sacerdote ni un grupo de gente».
Con estas, digamos veleidades, lo único cierto que vamos a conseguir es distraer a los fieles de la atención que se requiere para vivir el misterio que se celebra.
Es evidente que no se trata de hacer una misa alegre, ni divertida, ni bonita, ni de poner nuestro sello, con frecuencia demasiado vulgar, sino de realizar el misterio en la forma y con el sentido y sentimiento religioso que requiere. No se trata de que la gente salga contenta, sino santificada. No se trata de hacer “mi” misa, sino “la misa”. Sería muy bueno que desapareciera “este” sacerdote y apareciera “el sacerdote”. Sería muy bueno que desapareciera “esa” misa y apareciera “la misa”, celebrada según las exigencias litúrgicas y con la piedad que exige el sacramento.
La experiencia, sin embargo, nos demuestra que no resulta tan sencillo. Por un lado, estamos expuestos a la tentación de personalizar todo y “aparecer”. Por otro, acecha el peligro de considerar que, si se “acomoda” al pueblo la celebración litúrgica, conseguiremos mejor comprensión y mayor fruto espiritual. En el caso de la celebración litúrgica, por su naturaleza, no obtendremos ni lo uno ni lo otro.
Cuando transmitimos la Palabra de Dios y, más si cabe, cuando administramos los sacramentos, especialmente la celebración del sacrificio eucarístico, debemos considerar la especificidad de nuestro sacerdocio. Debe quedar patente a los fieles nuestra condición de ministros: de alguien que actúa en nombre y según las exigencias de aquel de quien es propia la eficacia del rito. No hay más que un solo sacerdocio, el de Cristo; el nuestro es un sacerdocio participado del suyo y ministerial. De aquí que quien tiene que aparecer es Cristo en nosotros, pero no nosotros. Si hablamos o actuamos “presentándonos” y no representándolo, mientras se mantenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia, se conseguirá la eficacia de los actos que realizamos en su nombre; pero, si nos comportamos de modo que resultemos protagonistas, podremos condicionar esa eficacia en lo que depende de nosotros. Como ministros que actuamos en nombre de Cristo, nuestro yo referencial, nosotros debemos “desaparecer” para que aparezca Cristo.
Por otra parte, es un grave error y celo equivocado pensar que hacemos bien a los fieles cuando cambiamos o introducimos símbolos o gestos, o bien damos continuas explicaciones durante la celebración. Haremos apostolado real si formamos teológica y litúrgicamente a los fieles en su debido momento y forma. Hay autores de máximo prestigio que comentan nuestra precipitación al poner en práctica la reforma litúrgica conciliar; nada se habría perdido, dicen, y sí ganado mucho, si no hubiéramos actuado con tanta premura y hubiéramos sido más diligentes en la conveniente formación. Al otro día pusimos en práctica los cambios, pero ni al otro día ni al día siguiente formamos teológica y litúrgicamente al pueblo sobre esos cambios. Al actuar de esta forma, perdimos un momento único para la formación del pueblo fiel y, de este modo, los privamos del mejor aprovechamiento espiritual.
Como es evidente, en estas líneas no pretendemos hacer ninguna exposición teológica ni litúrgica, sino presentar unas sencillas ideas a la reflexión. Reflexión que a los sacerdotes nos pueda llevar a corregir actitudes y acciones poco acordes con lo que exige la celebración.
Si queremos mantenernos al nivel que exige nuestra condición de ministros de Cristo, necesitamos hacer continuos paréntesis para el estudio y la reflexión teológica, tanto de nuestro sacerdocio como de los misterios que celebramos e, indispensable, dedicar tiempo a la oración.
Así mismo, es necesaria máxima exigencia y respeto a las normas litúrgicas. En general, la mayoría de los sacerdotes no somos grandes liturgistas; pero, aunque lo fuéramos, como ha determinado con toda lógica el Concilio Vaticano II y recuerda la Iglesia en múltiples documentos, sólo la Santa Madre Iglesia tiene en sus manos las determinaciones litúrgicas. Se trata de acciones de Cristo encomendadas a su Iglesia.
Dios ha mostrado con toda claridad, ya desde el Antiguo Testamento, que quiere que se le rinda el culto que Él quiere y en la forma que Él desea, que se le adore como Él quiere ser adorado. En la lectura de los Libros Sagrados encontramos enseguida cómo Él mismo determina el material, medida y forma del Arca de la Alianza; ordena cómo ha de ser el Tabernáculo: materiales, forma, división y cuanto debe albergar; lo mismo se hace con los dos altares: el altar de los sacrificios y el del incienso. Determina las fiestas y los sacrificios; los objetos de culto y las vestiduras litúrgicas, los ritos y las fórmulas, etc. En la Iglesia, desde el comienzo, en la Didajé, escrita según especialistas hacia el año 70, aparece ya un esbozo de la estructura de la misa; algo que se repite con mayor precisión, a mediados del siglo II, en la primera Apología de San Justino. Dejando en su lugar la historia de la liturgia, lo cierto es que la Iglesia, convencida de que el modus orandi est modus credendi, siempre, a través de los siglos, ha cuidado de los textos litúrgicos. Nunca fue algo al arbitrio del celebrante, sino determinaciones de la jerarquía.
Además de la frase mencionada al principio, seguramente por falta de formación o reflexión, se pronuncian otras, que resultan totalmente inadecuadas referidas a la misa. A veces, oímos frases como estas o parecidas: “En esa misa se pasa el tiempo que ni te enteras”, “esa misa es muy divertida”, “se pasa muy bien en esa misa”. No, por favor, al sacrificio de Cristo en la cruz, aunque en la misa sea incruento, no se va a pasarlo bien, ni a divertirse, ni con la idea de que se pase cuanto antes, sino, “por Cristo, con Él y en Él”, a adorar a la Santísima Trinidad, a satisfacer por los pecados, a pedir por cuanto necesitamos y necesita el mundo entero y a dar gracias por todos los bienes recibidos. Todo muy hermoso y en extremo gratificante, pero a un nivel superior, que nada tiene que ver con lo que dan a entender esas frases. Nuestro pueblo necesita formación.
Una misa “bonita” es probable que sea una misa acomodada al gusto de los fieles y, sobre todo, del celebrante, claro. Un grave error. Pero, con ser un error, dada la condición humana, en el que todos podemos caer.
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