Los límites de la libertad
Escribir sobre la libertad es enfrentarse a uno de los temas más complicados, pues, a decir verdad, se trata de algo que el hombre nunca ha entendido demasiado bien. Prueba de ello son las múltiples definiciones y divisiones que se han ido dando a través de la historia entre los que de ella han escrito.
A pesar de todo, sí sabemos lo suficiente como para afirmar que se trata de una facultad o capacidad exclusiva del hombre entre todos los demás seres que pisamos la tierra. También conocemos que es algo de lo más apreciado. De aquí la defensa a ultranza que se hace de ella y el vértigo que se siente ante el solo pensamiento de perderla y aun de verla limitada. Si bien es cierto que, en su radicalidad, jamás se pierde ni se puede arrebatar, pues supondría tanto como perder o arrebatar la humanitas al hombre y dejar de actuar como hombre.
El objetivo de estas líneas
En este momento, omitida cualquier otra consideración de las múltiples que pueden hacerse sobre la libertad, nos vamos a concretar al tema de sus límites.
Con frecuencia, con demasiada frecuencia, se expresan principios y se declaran exigencias que nada tienen que ver con la libertad auténtica y mucho con el abuso de la libertad. Entre esos principios está el considerarla como un optativo casi absoluto, sin límites o límites muy restringidos. Pero es preciso afirmar con la máxima claridad y determinación que no es un absoluto o cuasiabsoluto, como muchos pretenden, sino algo condicionado que conlleva unos límites. Aunque, a la hora de la verdad, debido sobre todo a nuestra condición de criaturas, todos sentimos que la libertad está muy limitada.
Aun prescindiendo de esas limitaciones nacidas de nuestra condición de criatura y precisamente con el deseo de conseguir la máxima libertad, el hombre se ve necesitado de vivir en sociedad. En consecuencia, se ve obligado a conjugar sus derechos con los derechos de los demás. Esto supone, evidentemente, poner límites a la libertad: “Mi libertad termina donde empieza la de los demás”, o bien, “Mi libertad no tiene más límites que la libertad de los otros”. Clara declaración de límites a nuestra libertad. Pero se equivocan, al delimitar el campo de la acción moral en estos términos.
Falso planteamiento
Es un planteamiento que tiene su origen en una falsa concepción del hombre: considerarlo de modo que, en el ejercicio de su libertad, no entra en competencia más que con sus semejantes; olvidándose de que es simple criatura y, consecuentemente, sujeto a su Creador.
Si situamos al hombre en su verdadera dimensión como ser creado por Dios a su imagen y semejanza, en convivencia con otros hombres iguales en dignidad, en un mundo con una inmensa variedad de otros seres... entonces el hombre se encuentra en una triple relación esencial: de inferioridad respecto a Dios su creador, de igualdad respecto de los demás hombres y de superioridad en relación a las restantes criaturas.
La libertad desde su triple relación
Desde esta dimensión, la única real, su libertad no puede menos de tener limitaciones diferenciadas y múltiples. De modo que, además de las que impone la igual dignidad de sus semejantes, habrá de considerarse la que se deduce de la condición de criatura en relación a su Creador. Y, finalmente, con las restantes criaturas. Pues, si bien le son dadas al hombre para su servicio, su contemplación y glorificación del Creador, no es menos cierto que ha de ser un servicio racional y ponderado, no arbitrario y sin control. Así lo requiere la voluntad de su Creador, el bien nuestro y el de los semejantes, verdad donde radica el fundamento de la ecología.
Así pues, los límites de la libertad vienen exigidos:
1º.- Desde cada uno de nosotros con Dios.
2º.- Desde los demás hombres. Personas de igual naturaleza y dignidad.
3º.- Desde los demás seres creados. Para que los use, pero no abuse, los cuide como obra de Dios y las admire y glorifique a su Creador.
El hombre de nuestro tiempo
Pero el hombre de la sociedad en que vivimos, perdida la visión de trascendencia, en un mundo de extraordinarios avances tecnológicos y abiertos hacia el futuro, ha llegado a considerarse señor del universo; con la pretensión de extender los límites de la libertad más allá de cuanto implica la naturaleza de esta facultad. Como un dios, aunque con minúscula y de barro, se atreve a suplantar a Dios y crear derechos; cuando lo suyo es reconocer a su Creador y sacar las consecuencias que se derivan. También en orden a la libertad.
En la relación esencial que cada uno tenemos como criaturas con el Creador, al negar su existencia, desaparece su relación y sus exigencias; y en el caso de admitir su existencia, se prescinde de las exigencias.
En la relación con las otras personas, el egoísmo aparece en cada momento, y, con frecuencia, solo el bien que le reporta la convivencia guarda la debida relación.
Si hablamos de la relación con los demás seres de la creación, parece no tener en cuenta más que el bien material inmediato que le reporta. El egoísmo lo ha convertido en un voraz consumidor, casi depredador.
Las personas individuales
Por nuestra parte, si bien reconocemos el valor de la libertad, la sociedad actual sin discernimiento ni consideración de los verdaderos límites la ha convertido en el componente imprescindible para conseguir la felicidad; en una correlación de "a mayor libertad, mayor posibilidad de felicidad". Así las cosas, conseguir la máxima libertad se convierte en un objetivo irrenunciable. Mucho más, si la existencia humana queda reducida a estos cortos años de vida sobre la tierra. Esto no puede llevar sino a un falso concepto de la libertad y sus límites.
No obstante, auque al contemplar esta sociedad y observar lo que aparece tendemos a generalizar negativamente, pienso que, aun si se prescinde de Dios, es tan profunda la voz de la naturaleza que difícilmente se apaga ese primer principio de la moral: “Hay que hacer el bien y evitar el mal”. Esta voz hace que no falte el bien hacer en muchas personas ni que eviten el mal.
En todo caso, el campo de actuación del individuo en cuanto individuo, aunque pueda ser muy grave, salvo rara excepción, siempre queda muy reducido en relación a la sociedad
Los gobernantes de las naciones
No este el caso de las autoridades civiles. En este caso, está en sus manos el ordenamiento de la sociedad, que, de ordinario, suma millones de personas. El daño (o el bien) de su quehacer es muy extenso y de profundo calado.
Si hablamos de sistemas totalitarios, la libertad de sus dirigentes viene a ser “absoluta”. Podríamos decir que el límite de sus actuaciones lo determinan sus posibilidades y sus veleidades. No así en los regímenes democráticos, se dirá: y puede admitirse, pero hasta cierto punto. Porque hemos de tener en cuenta que las democracias liberales se rigen por la ley de la mayoría. En principio, por “mayoría política”, pero que, con frecuencia, no coincide con la “mayoría social”. Si coinciden ambas y es “mayoría social pueblo” y no “mayoría masa”, estamos en una situación muy positiva. Sin embargo, lo normal es que se trate de “mayorías sociales masa” o “mayorías sociales manipuladas”. En cualquier caso, a las democracias actuales, a nuestras democracias, les suele faltar el sentido de la verdad y un mínimo de sentido ético. Todos buscan ser elegidos, pero no siempre con la verdad por delante. Todos dicen buscar el bien común, pero ese “bien” no siempre concuerda con el bien moral objetivo. Buscando “ese bien”, la historia nos enseña cuántos desmanes se han cometido.
El hecho es que nos encontramos con autoridades que, movidos por ese impulso de extender la libertad, traspasan la línea roja.
Unos hechos para la reflexión
Al sentirse libres o avalados por la mayoría, más bien mayoría-masa...
Un día declarará el derecho al aborto con unos límites a su gusto y concederá a la mujer la libertad de suprimir la vida humana. No quiere entender que la mujer fue libre para engendrar, pero no para suprimir un ser humano que se desarrolla al margen de su voluntad. No importa que con este “derecho” niegue el derecho radical de ese “otro” del que nos habla como límite de la libertad. Y, para no caer en contradicción, se verá obligado a negar la evidencia científica de que allí hay una vida humana, “un ser humano”.
Otro día declarará el derecho a la eutanasia, a la libertad de disponer cada uno del final de su vida, “en determinados casos”, según la discrecionalidad del legislador. O bien asumirá el propio Estado la situación y, sin contar con la voluntad del individuo, juzgará la necedad de acabar con una vida. Olvidan que quien no es dueño de algo no puede disponer sino con la anuencia de su dueño; y, en este caso, no es precisamente el hombre ni el Estado, sino solo Dios. Claro que, los que tal legislan, niegan, o dejan a un lado, la existencia del Dueño. De este modo, esos progresistas retroceden milenios en el avance cultural y se olvidan de regímenes de no más que de unas décadas; a los que, por otra parte, siguen calificando con juicios en extremo negativos.
Cuando tengan oportunidad declararán legal el divorcio, procurando evitar obstáculos de tiempo y formulismos jurídicos. Pero sin tener en cuenta ni los hijos ni la herida que causa, en uno de los dos al menos; por más que, como algunos dicen, queden “como amigos”.
Y si les parece oportuno, sobre todo para sus intereses, concederán la categoría de matrimonio a lo que niega la misma naturaleza; y la unión entre dos hombres o dos mujeres, será “matrimonio” por ley. Así mismo, cuando tengan oportunidad, declararán el “divorcio” con la misma facilidad.
Finalmente y para no alargarnos más, con el señuelo de lograr la igualdad entre hombre y mujer, los que se declaran demócratas, impondrán por ley una ideología que niega la biología humana.
Todo esto, claro, “democráticamente”, “por mayoría”... pero en unas democracias con los condicionamientos que expongo en el escrito La ley de la mayoría. Lo peor es que, una vez legislado, nadie lo cambia. ¿Todos los legisladores están de acuerdo?
Y la ley sigue siendo “una disposición racional, encaminada al bien común, promulgada por quien tiene a su cuidado la comunidad" (Summa Theologica I-II q. 90 a. 4). Definición de Santo Tomás de Aquino con la que coincide el Diccionario de la Real Academia Española: “Precepto dictado por la autoridad competente en que se manda o prohíbe algo en consonancia con la justicia y para el bien de los gobernados”.
¡Todo es manipulable! Democracia, bien, mayoría, hasta la mima realidad biológica.
La libertad sin Dios es libertad a la deriva
¿Y qué ocurre cundo, rechazado u olvidado Dios, el hombre se constituye “señor” del universo? Pues que el hombre se “convierte” en la suprema instancia, con potestad para crear o rechazar cualquier límite de la libertad y con la capacidad de crear o abolir derechos. Pero ese papel le viene demasido grande y, en consecuencia, su quehacer vine a ser pura contradicción y un mal inmenso para la sociedad; tan grande como su delirio. Ensancha los derechos, y rompe los diques naturales que marcan los rectos cauces por donde debe caminar la sociedad. Lucha por ensanchar la libertad e impone ideologías. Cree seguir el camino de la felicidad, y los hechos demuestran que no hay tal; así lo prueba el aumento de los divorcios, la violencia contra la mujer y los más indefensos, el número de suicidios (diez por día). Trabaja por ensanchar la libertad, pero el camino que abre más bien conduce a quedar cautivos de la libertad.
Se habla mucho de “calidad de vida”, en la que entra la máxima “libertad” como componente irrenunciable. Un engaño. La calidad de vida de la que se habla es igual a un consumismo hasta de la “libertad”. Pero el consumismo nunca llena ese vacío, porque despierta mayor hambre de cosas, y con cosas es imposible llenar un vacío espiritual que es de lo que se trata. A pesar de todo, este es el señuelo del hombre “liberado” y el valor casi supremo de la sociedad que se proclama progresista.
Quiero terminar diciendo algo tan sencillo como poco ponderado: los límites de la libertad no son muros que la coartan, sino indicadores del camino que conduce al fin, cauce de las aguas que las convierten en riqueza y hermosura y evita verdaderos desastres. Si lo rebasamos, la libertad se encharca y corrompe. La libertad se pervierte. Es como el tren, que sólo es libre y conduce a su fin si va por sus raíles. Dejar que se los salte no es libertad, sino catástrofe.
Ante esta realidad, no podemos, no debemos cerrar los ojos ni cruzarnos de brazos, es un suicidio responsable con consecuencias sumamente negativas para todos.
En el pueblo donde nací había un toque de campanas que se llamaba “toque a perdidos”. Era el toque que sonaba cuando, debido a la nieve y a ser ya tarde-noche, se había perdido algún pastor. Este sonido especial de las campanas lo orientaba hacia el pueblo. Un toque parecido debiera oírse en la presente andadura de una sociedad desorientada en la oscuridad.
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