Martes, 15 de octubre de 2024

Religión en Libertad

San Bernardo Tolomei, monje y mártir de la caridad


por Santiago Cantera, OSB

Opinión

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En estos días en los que estamos asistiendo a la expansión de la pandemia del coronavirus, que además está provocando o puede potencialmente provocar también una epidemia del miedo y un colapso administrativo, sanitario, político y económico en varios países e incluso a nivel mundial, será bueno recordar algunos ejemplos modélicos en la Historia de la Iglesia que nos pueden ayudar a afrontar la situación actual con fe, con esperanza y con caridad. Para ello, quisiera traer a colación a un santo de la Orden Benedictina, el fundador de la Congregación Olivetana en el siglo XIV: San Bernardo Tolomei, verdadero mártir de la caridad en la Peste Negra que asoló Europa a mediados de aquella centuria.

Natural de la preciosa ciudad italiana de Siena y miembro de una noble familia, se formó con los dominicos y se doctoró en Filosofía, así como más tarde en ambos Derechos (civil y canónico), además de estudiar Teología. Habiendo detentado importantes cargos políticos y diplomáticos y después de convertirse en un prestigioso profesor y jurisconsulto, y habiendo desarrollado actividades caritativas y piadosas, la curación milagrosa de una enfermedad de la vista le condujo a un cambio absoluto: a partir de entonces decidió dedicarse por entero a Dios.

En 1313 (con 41 años) se retiró con otros dos nobles sieneses a un lugar solitario a unos treinta kilómetros de la ciudad, Accona, que luego sería denominado Monte Oliveto. La afluencia de vocaciones les haría pasar de una vida eremítica a la adopción de una vida cenobítica, esto es, de comunidad, bajo la Regla de San Benito y con hábito blanco en honor de la pureza de la Virgen María. Nacieron así los monjes olivetanos, de los que Bernardo Tolomei se convertiría en abad en 1322. La Congregación sería aprobada definitivamente por el papa Clemente VI (monje benedictino) en 1344.

Profundamente devoto de Cristo crucificado y de la Virgen María, el final de su vida es ejemplar. En abril de 1348 llegó a la región de la Toscana la terrible Peste Negra, que tantos estragos demográficos causó en Europa. Las dos ciudades más afectadas de dicha región fueron Florencia, donde se llevó a 3/5 partes de la población, y Siena, en la que produjo 8000 víctimas. Al conocer la noticia de la llegada de la peste, Bernardo se entregó a la oración y comprendió que era un deber ir a atender a los enfermos, según lo expresó en un sermón a sus monjes: como miembros de Cristo, que es la Cabeza del Cuerpo, habían de ofrecerse a amar a los hermanos como Él lo había hecho, hasta el sacrificio de la propia vida.

De este modo, los que se habían retirado de la ciudad para vivir dedicados a la oración en la soledad del campo se encaminaron ahora a la ciudad de la que habían partido y a los pueblos de los alrededores, con el fin de confortar a los apestados y curarlos en lo posible, alentar a las familias de éstos, ayudar a los moribundos y enterrar a los muertos. Durante cuatro meses se entregaron de lleno a la tarea y en pocos días murieron 20 monjes por contagio, a los cuales siguió pronto San Bernardo Tolomei (20 de agosto de 1348) y después otros muchos. En total, cayeron más de 80 monjes en este frente de la caridad, que supuso una verdadera prueba de fuego para una Congregación monástica que acababa de nacer.

Hay que tener en cuenta que los olivetanos hicieron así lo contrario que muchos de sus contemporáneos: padres que abandonaban a sus hijos y viceversa, hermanos que dejaban a sus hermanos… En un momento en el que muchos que se han ganado la fama profana, como Giovanni Boccaccio, huían al campo para evitar la peste, los olivetanos, por amor de Cristo y del prójimo, prefirieron marchar de su retiro seguro en el campo y acudir a la “boca del lobo”, al ojo del huracán. No es extraño así que San Bernardo Tolomei dijera: “Es hermoso morir por amor de Dios y al servicio de los hermanos”. Murió, en efecto, abrazado al crucifijo y cubriéndolo de besos, al mismo tiempo que exclamaba: “He aquí el día tan deseado. Jesús, Amigo de mi alma, recíbeme en tu Sacratísimo Corazón”. Cabe también tener en cuenta que murió el mismo día (20 de agosto) que otro gran Bernardo al que admiraba y tenía gran devoción: San Bernardo de Claraval (20 de agosto de 1153).

En un mundo como el nuestro, en el que el ser humano ha creído tantas veces tener todo bajo su dominio y control, la crisis del coronavirus (y sin que sepamos todo lo que hay detrás de ella y cuántos intereses tal vez se aprovechen de la crisis) ha demostrado las limitaciones de esa supuesta autosuficiencia del hombre, del cientifismo y de una técnica endiosada. El hombre vuelve a descubrir que la enfermedad y la muerte le sacuden y que la vida no puede restringirse únicamente a lo material y terreno, provisional y perecedero. El ser humano tiene hoy una nueva ocasión de volver su mirada hacia Dios, único Señor de la vida, Fuente del Amor infinito, Amigo del alma que en Él confía, tal como San Bernardo Tolomei lo descubrió a raíz de una enfermedad y lo buscó en medio de otra.

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